"Entre Cielo y Tierra"

Was der Alten Gesang von Kindern Gottes geweissagt,
Siehe! wir sind es, wir; Frucht von Hesperien ists!
Wunderbar und genau ists als an Menschen erfüllet,
Glaube, wer es geprüft! aber so vieles geschieht,
Keines wirket, denn wir sind herzlos, Schatten, bis unser
Vater Aether erkannt jeden und allen gehört.
Aber indessen kommt als Fakelschwinger des Höchsten
Sohn, der Syrier, unter die Schatten herab.
Seelige Weise sehns; ein Lächeln aus der gefangnen
Seele leuchtet, dem Licht thauet ihr Auge noch auf.
Sanfter träumet und schläft in Armen der Erde der Titan,
Selbst der neidische, selbst Cerberus trinket und schläft
.

Hölderlin, Brot und Wein



("Lo que el canto de los antepasados predijo de los hijos del Dios,
¡Mira! Nosotros somos, nosotros; ¡es fruto de las Hespérides!
Maravillosa y exactamente se ha cumplido en los hombres,
¡Crea el que lo haya comprobado! Pero tantas cosas suceden,
Ninguna produce efecto, pues somos sin corazón, sombras, hasta que nuestro
Padre Éter haya sido reconocido por cada uno de nosotros y escuchado por todos.
Pero entre tanto viene blandiendo la antorcha del Altísimo
El Hijo, el Sirio, que desciende a las sombras.
Los bienaventurados lo ven; una sonrisa brilla desde la encarcelada
Alma, su ojo se abre todavía a la luz.
Serenamente sueña y duerme en los brazos de la tierra el Titán,
Aún el envidioso, aún Cerbero bebe y duerme.")




Este blog se concibe con el fin de promover un espacio de diálogo y encuentro, más allá, y con independencia, de opciones ideológicas, religiosas o políticas, siempre que éstas no se dirigan expresamente a la destrucción, la de-valuación sistemática o la indignificación de la persona humana.







El objetivo es manifestar, crítica y/o apologéticamente, criterios, ideas, utopías y proyectos en torno a la condición existenciaria propia del ser humano, y de todo el orden temático que de ello deriva, el cual, naturalmente, abarca todo el horizonte de la vida, la acción y el pensar humanos.







Desde la reflexión científica, la indagación filosófica, la proposición teológica, la postura política e ideológica, hasta la más espontánea expresión de la propia experiencia de "ser en el mundo"...toda esta riqueza intrínseca a la dimensión ontológica de la persona humana, constituye un contenido potencial de este blog.







El pensar: crítico y libre.







El criterio: respetuoso y personal.







La verdad: un espacio de experiencia y un camino entre "cielo y tierra", porque entre el origen (que es destino) y el destino (que es origen) habita el hombre, expuesto a sí mismo como duda, como contradicción, como terrenalidad y trascendencia. Se trata de dos dimensiones que constituyen una esencia; dos momentos que se manifiestan, sin embargo, en una prístina unidad. Sólo desde esta dimensión "entre cielo y tierra", consciente de sí a través de la mirada de Dios, puede el hombre comprender, en auténtica profundidad y sentido, su propia existencia.







lunes, 13 de diciembre de 2010

Fragmento sobre el arrepentimiento, tomado del libro "Contacto con Dios" de ese extraordinario maestro del espíritu que fue Anthony de Mello.

EL TEXTO QUE PRESENTO A CONTINUACIÓN ES UNA MUESTRA DE CUÁL HA DE SER EL SENTIDO DE LA VERDADERA "REVOLUCIÓN" ESPIRITUAL QUE NECESITAMOS EN LA FE Y EN LA IGLESIA: SENTIDO DE LA PROPIA DIGNIDAD EN EL AMOR DE DIOS; INCONDICIONALIDAD ABSOLUTA DEL AMOR DE DIOS; SUPERACIÓN DEFINITIVA DE LA VERSIÓN PAGANA Y PALEOTESTAMENTARIA DE "DIOS": JUEZ, TEMOR, CRIMEN, VIGILANCIA Y CASTIGO. SIN DUDAS, HEMOS "RECONDICIONADO" LA CRUZ Y EL AMOR DE CRISTO A "NUEVAS NORMAS" (PURIFICACIÓN, AYUNO, CUMPLIMIENTO DEL DEBER CONFESIONAL, CONTRICIÓN OBLIGATORIA, CUMPLIMIENTO DE LA EXIGENCIA Y LA EXPECTATIVA DE DIOS SOBRE NOSOTROS...) Y, SIN EMBARGO, EL DIOS QUE NOS MOSTRÓ JESÚS, "OLVIDA LAS OFENSAS Y PERDONA; TODO LO CREE, TODO LO ESPERA Y TODO LO SOPORTA". NOS AMA INCONDICIONALMENTE; PERO, INCONDICIONALMENTE, SIGNIFICA REALMENTE ¡SIN CONDICIONES PREESTABLECIDAS...!
Considero la obra y la enseñanza del sacerdote jesuíta Anthony de Mello uno de los eventos espirituales más significativos de la pasada centuria para la Iglesia cristiana en general.


"Los peligros del arrepentimiento

Cuando el arrepentimiento no es correctamente entendido, cuando se insiste demasiado en la culpa, en el temor al castigo y en el autoaborrecimiento, entonces el arrepentimiento resulta algo sumamente peligroso. Todas las cosas buenas son peligrosas, y la gracia del
arrepentimiento no constituye una excepción. Me gustaría, en esta charla, enumerar algunos de los peligros que acechan en este tema del arrepentimiento.

La negativa a perdonarse a sí mismo

Dios no desea otra cosa que perdonarnos. Por nuestra
parte, ni siquiera tenemos que decir: «lo siento». Lo único
que tenemos que hacer es desear volver a Él, que ni
siquiera dejará que el hijo pródigo acabe de pronunciar el
breve discurso de arrepentimiento que había preparado para
la ocasión. Nada hay más fácil en el mundo que obtener el
perdón de Dios, el cual está más dispuesto a conceder el
perdón que nosotros a recibirlo.
El problema, por tanto, no es de Dios, sino nuestro. La
verdad es que son muchos los que se niegan a creer que el
perdón sea algo que puedan obtener tan fácilmente. Y, lo
que es peor, se niegan a perdonarse a sí mismos. Están
constantemente obsesionados pensando en lo malos y
miserables que han sido, deseando no haber pecado nunca y
haber conservado siempre limpio el «expediente».
Luego pasan a desarrollar un falso sentido de indignidad:
son totalmente indignos de las gracias de Dios, por lo que
deben hacer penitencia, purificarse y expiar completamente
sus pecados antes de poder ser nuevamente dignos de dichos
favores. En mi opinión, no existe mayor obstáculo al progreso
en la vida espiritual que este falso sentido de indignidad. Ni
siquiera el pecado. El pecado, lejos de ser un obstáculo,
puede ser una ayuda verdaderamente positiva si hay
arrepentimiento. Pero este falso sentido de indignidad (esta
negativa por nuestra parte a olvidar el pasado y a
aventurarnos en el futuro) hace que nos resulte
sencillamente imposible todo progreso. Conocí a un
sacerdote que había llevado una vida verdaderamente
lamentable después de su ordenación. Yo estaba convencido
de que, en la oración, Dios le estaba concediendo unas
gracias realmente extraordinarias, invitándole a la más alta
contemplación. Pero me fue imposible convencerle de ello,
porque él se consideraba un pecador despreciable, un ser
indigno; por eso, todo cuanto pudiera parecer una gracia
95
especial de parte de Dios le resultaba sospechoso y engañoso.
En realidad no era más que una sutil forma de orgullo. La
gracia de Dios puede triunfar fácilmente sobre el pecado, pero
le cuesta muchísimo vencer esta forma de resistencia.
Permitidme que os refiera otro ejemplo: el de un
seminarista atormentado por un problema sexual que trataba
de superar con más voluntad que acierto. Paseando un día
con él, de pronto descubrí que toda su concepción de Dios
era absolutamente pagana. Tenía ante mí a un seminarista
con ciertas nociones de teología y que, sin embargo, no había
escuchado aún la Buena Noticia. El Dios con el que él se
debatía era el Dios de la razón o, si se quiere, el Dios de
cualquier otra religión, pero no el Padre de nuestro Señor
Jesucristo. Aquel muchacho estaba obsesionado por su
sentido de indignidad y por la necesidad de purificarse y
hacer penitencia antes de poder acercarse a su Dios y
establecer con él unas relaciones de amor. Mientras él
hablaba, se me ocurrió una comparación un tanto fantástica
y quise comunicársela. Le dije: «Te veo como si fueras una
mujer que, tras haberle sido infiel a su marido y haberse
hecho prostituta, está afligida por sus pecados y ha
regresado a casa; pero no se atreve a entrar y se ha quedado
en la calle, vestida de saco y cubierta de cenizas, decidida a
hacer penitencia por sus pecados. Y allí, en la calle, se
queda días, semanas, meses... ¿De qué le vale a su marido
semejante penitencia? Lo que él quiere es tener
nuevamente su amor, volver a sentir el calor de su cuerpo y
disfrutar de sus caricias. Pero la mujer se obstina en
"purificarse" antes de cualquier otra cosa (o quizá lo único
que le ocurre es que le da demasiado miedo asumir el
riesgo de entrar en la casa, abrazar a su marido y decirle
que sigue amándole)». El seminarista, que me había
escuchado con mucha atención, me dijo muy lentamente:
«Eso es precisamente lo que me ocurre: que no me atrevo a
entrar. Me horroriza demasiado afrontar el riesgo, porque
temo ser rechazado». Entonces le dije yo: «¿Serías capaz
de ir ahora mismo a la capilla y, olvidándote de todos tus
pecados y de tus problemas sexuales, limitarte a mirar al
Señor y decirle: "Señor, te amo con todo mi corazón"?».
«No, no me atrevo», me respondió. «Bueno, pues trata de
hacerlo aquí mismo», le dije; «oremos juntos en silencio
durante un rato; vamos a olvidarnos ambos de nuestros
propios pecados y vamos a centrar nuestros corazones en el
Señor y a decirle que le amamos». Así lo hicimos durante
cinco minutos, y aquélla fue una experiencia sumamente
emocionante tanto para él como para mí.
Muchos de nosotros no hemos aprendido aún que el
arrepentimiento no consiste en decir: «Señor, lo siento»
(me impresionó mucho la célebre frase de la novela Love
Story: «Amar significa no tener nunca que decir: "lo
siento"»), sino: «Señor, te amo con todo mi corazón». ¿No
habéis caído nunca en la cuenta de que, en el Nuevo
Testamento, jamás dice Jesús que tengamos que estar
afligidos para obtener el perdón de los pecados? Por
supuesto que Jesús no excluye semejante aflicción, pero
tampoco la exige explícitamente. Sin embargo, nosotros
hemos montado toda una historia a propósito de la
contrición, y todos hemos conocido a penitentes que, en lo
referente al perdón, sólo se preocupaban por saber si tenían
96
suficiente contrición, si su contrición era «perfecta» o
«imperfecta», y tantas otras dudas igualmente irrelevantes.
Y, mientras nosotros nos hemos hecho un lío con algo que
Jesús no nos exigía explícitamente, hemos pasado por alto
con enorme facilidad lo que sí nos exigía de manera
explícita e insistente. Jesús dijo: «Si queréis ser perdonados
por mi Padre, tenéis que perdonar a vuestro hermano
». Pero esta condición brillaba por su ausencia entre
las condiciones para una «buena confesión» que se
enumeraban en nuestros viejos catecismos. Éramos
sumamente meticulosos a la hora de examinar nuestra
conciencia, decirle todos nuestros pecados al confesor,
hacer un acto de perfecta contrición, formular el propósito
de enmienda y cumplir la penitencia que se nos impusiera.
No se nos había dicho explícitamente que mucho más
importante que todo eso era que perdonáramos a nuestro
hermano cualquier mal que nos hubiera hecho, hasta el
punto de que, si esta condición no se cumplía,
sencillamente no se nos perdonarían los pecados, por muy
perfecta que fuera nuestra contrición o por muy exacta que
fuera la relación de pecados que confesáramos ante el
sacerdote.
Pero hay otra cosa que también nos exige Jesús si
queremos que se nos perdonen los pecados: amor. Así de
simple. «Ven a mí», viene a decir Jesús, «dime que me
amas, y tus pecados serán perdonados». Estamos
habituados a pensar en las lágrimas de aquella mujer de
Magdala como si fueran lágrimas de dolor por sus
pecados. Y yo me pregunto de dónde hemos podido sacar
semejante idea, teniendo en cuenta que Jesús afirma
explícitamente que las lágrimas de aquella mujer y todo
cuanto hace no eran sino expresión de su amor: se le
perdonan muchos pecados porque ha amado mucho. Y
después de las negaciones de Pedro, lo que Jesús le pide
es una expresión de amor: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas
más que éstos?» En esto precisamente consiste el
arrepentimiento; y, si somos profundamente conscientes de
ello, nos evitaremos todo el desánimo, la tristeza y hasta el
excesivo miedo a Dios que muchas personas sienten
cuando meditan en su pecado y piden la gracia del
arrepentimiento. Os aconsejo que estéis un buen rato con
el Señor después de esta charla; un buen rato dedicado al
arrepentimiento y en el que no hagáis sino decirle una y otra
vez, como Pedro: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te
amo».
Y ello nos lleva a otra de las características del Dios
cristiano al que antes me refería, en oposición al Dios de la
razón y a cualesquiera otros dioses; una característica
también de la Buena Noticia que Jesús predicaba, en
oposición a los dogmas de una religión racional y
«sensata». Y esa característica es la siguiente: para Jesús,
aun cuando el pecado sea el mayor de los males imaginables,
el ser pecador es un valor. Odiad el pecado con toda el alma
y tratad de evitarlo; pero, si habéis pecado y (esto es
importante) os arrepentís, entonces tendréis motivo para
estar alegres, porque hay mayor alegría en el cielo por un
pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos
que no tienen necesidad de conversión. ¿Quién puede
97
comprender esta especie de insensatez? Es la clase de
insensatez que se apodera de la Iglesia cuando, en la vigilia
pascual, habla del pecado de Adán como un «pecado necesario
», como «feliz culpa», porque nos trajo a nuestro Salvador,
Jesucristo. Con lo cual la Iglesia se hace eco de lo
que dice Pablo a los Romanos: «Donde abundó el pecado,
sobreabundó la gracia» (Rom 5,20). Evidentemente, Pablo
comprende el valor que tiene el hecho de que hayamos pecado
y llega a la siguiente conclusión lógica: ¿Por qué no pecar
deliberadamente, para que podamos recibir todavía más
gracia? Pero retrocede horrorizado ante semejante
conclusión: ¡Dios nos libre!, dice. Nos hallamos ante un
misterio que excede la capacidad de comprensión de la
mente humana. Por eso es importante mantener la verdad de
ambos opuestos. Odia el pecado; y, si has pecado y te has
arrepentido, considérate verdaderamente afortunado,
porque la gracia va a derramarse sobre ti a raudales. El
pecador arrepentido (el pecador que retorna a Dios con
amor) atrae a Dios sobre sí como si fuera un imán, porque
no sólo no le resulta a Dios odioso y repugnante, sino que le
resulta irresistible. Ésta es la Buena Noticia. Y todo lo demás
acerca de la negra aflicción y la expiación por los pecados no
es Buena Noticia en absoluto, sino muy vieja, porque ya la
conocíamos sin necesidad de la Proclamación de Jesús.
El excesivo miedo a Dios
He aquí otro de los efectos perniciosos de la meditación
sobre el pecado incorrectamente hecha: el excesivo miedo a
Dios y a su castigo. Personalmente, me impresiona
muchísimo el gran número de cristianos e incluso sacerdotes
(y yo diría que especialmente sacerdotes) que le tienen un
enorme miedo a Dios. Siguen estando presos de una
religión de la ley, veinte siglos después de que Jesús
predicara a un Dios que era amor y liberación de la pesada
carga de la ley. Tales personas no son necesariamente seres
escrupulosos, y muchas veces ni siquiera son conscientes de
ese miedo que rige su vida espiritual. Lo que ocurre es que
su trato con Dios se caracteriza por una serie sin fin de
deberes y obligaciones. Si, por lo que sea, se ven en peligro
de muerte, lo primero que hacen es pedir inmediatamente la
confesión (emplean el sacramento de la reconciliación con
unos fines totalmente ajenos a la mentalidad de Jesús: para
obtener una garantía que les permita presentarse ante Dios
como seres intachables, para «protegerse» de Dios y de su
juicio). Nunca se les ha ocurrido pensar cuan repugnante es
la sola idea de que un cristiano, con independencia de lo
pecador que pueda ser, deba tratar de protegerse de su Padre
celestial. Un buen ejemplo de este miedo inconfesado es la
enfermiza obsesión con que muchos sacerdotes solían rezar
el «breviario». (También es miedo lo que movía y sigue
moviendo a muchos católicos a ir a Misa los domingos...
aunque luego rechacemos violentamente toda acusación en
el sentido de que nuestra religión es una religión de la Ley,
una copia exacta de la religión de los fariseos, a la que tanto
atacó Jesús). Se creía antaño que el dejar de rezar la más
pequeña de las horas del breviario era pecado mortal, lo cual
significaba que el Padre de los cielos podía arrojarle a uno
a los infiernos por semejante ofensa (y os pido que no
vengáis luego a discutir conmigo sobre esto, porque me sé
98
de memoria todos los argumentos acerca de la pequeñez
del fruto prohibido y de la maldad de la desobediencia de
Adán y Eva... Soy perfectamente consciente de cómo, en
nuestra neurótica obsesión por controlar a la gente a base de
aumentar el número de pecados mortales, permitimos a
nuestra razón elaborar las más absurdas conclusiones
«lógicas»).
Una víctima de esta antigua mentalidad era un
sacerdote que, durante veinte años de vida sacerdotal,
jamás había omitido el rezo del breviario, la meditación y
el examen de conciencia. Pero su oración y su trato con
Dios en general se caracterizaban por una enorme falta de
alegría. En cierta ocasión, vino a verme y me dijo: «A
veces tengo la absurda sensación de que, si no hubiera
mandamientos, yo sería un santo, porque me sentiría
enormemente libre y liberado... y sé que cumpliría
espontáneamente todos y cada uno de tales mandamientos».
Me hizo recordar a un amigo jesuíta que me había dicho
que, hasta que entró en la vida religiosa, nunca se había
dado cuenta de lo mucho que disfrutaba estudiando: en su
casa, por lo visto, su madre le importunaba tanto con que
tenía que estudiar, que él se sentía «obligado» a hacer bajo
coacción y a disgusto lo que en realidad habría hecho con
verdadero agrado y entusiasmo si le hubieran dejado en
paz. Y recordé también a otro joven estudiante jesuíta que
era una persona sumamente piadosa, una especie de
«modelo» de religioso, pero que parecía estar siempre
triste, a pesar de sus esfuerzos (para mí artificiales) de
parecer alegre. Un día, en un momento de profundísima
intuición, sacó a la luz la raíz de su tristeza. Se encontró a
sí mismo diciendo a ese Dios a quien trataba de servir con
todo su corazón y con toda su alma: «Oh Dios, la verdad es
que te odio. Eres un aguafiestas. Mientras tú estés ahí, yo
no podré disfrutar de la vida, porque tú no me lo permites;
porque tú no quieres dejarme en libertad». Hay (o ha
habido, al menos) algo muy, muy, muy equivocado en
nuestra comprensión de Jesús y de su mensaje.
Para acabar con este miedo neurótico a Dios necesitamos
comprender de otra manera la ley y el lugar que la ley ocupa
en nuestra vida. No estoy abogando en favor de la abolición
de la ley, sino de otra manera de entenderla. El problema
no son las exigencias de la ley. (Las personas que desearían
verse libres de las exigencias de la ley y vivir bajo el Espíritu,
con la ilusión de que así podrían vivir fácil y
desahogadamente para siempre, no tienen ni idea del dolor
que acarrea la libertad ni de las exigencias, todo lo
amorosas que se quiera, del Espíritu, mucho mayores que las
de cualquier ley que pueda imaginarse). Así pues, el
problema no son las exigencias de la ley, sino la propia ley,
en la medida en que engendra el miedo, nos violenta y nos
hace incapaces de servir a Dios libremente. Por eso
necesitamos comprender la ley de distinta manera si
queremos responder amorosa y libremente al Dios
proclamado por Jesús.
Pero hay otra cosa que también es necesaria: una mejor
comprensión del amor que Dios nos tiene, un amor
incondicional. ¿No habéis reparado en el amor de una
madre por su hijo? No le ama porque sea bueno, sino porque
es su hijo. Por supuesto que desea que su hijo sea bueno y
cada vez mejor: la madre de un criminal querría que su hijo
99
se apartara del mal camino; pero, como es madre, no deja
de amarle. Jamás dirá: «Deja de ser un criminal, y te
querré». Lo que dice es: «Odio tus crímenes, pero, a pesar
de todo, sigo queriéndote con toda mi alma, porque eres mi
hijo». Si hay alguna esperanza de que ese individuo
cambie, se deberá a ese amor incondicional que hacia él
siente su madre. ¿Nos atreveremos a creer que así es como
Dios nos ama a nosotros?
Los escrituristas nos hablan de la diferencia existente
entre los mensajes del Antiguo Testamento y los del Nuevo.
Expresándolo de un modo que todo el mundo pueda entender,
diríamos que el Dios del Antiguo Testamento venía a decir
lo siguiente: «Si sois buenos y obedientes, yo seré bondadoso
con vosotros; pero, si sois díscolos y rebeldes, me enfadaré
con vosotros y os destruiré». Jesús nos muestra, por así decirlo,
a un Dios diferente; un Dios que es igualmente
bueno para con justos y pecadores, un Dios que a todos
otorga el beneficio de la lluvia, del sol y de su propio
amor. El amor de Dios no se concede en exclusiva a
quienes cumplen determinadas condiciones, del mismo
modo que el amor de una madre no se circunscribe
únicamente a los hijos que obedecen sus normas. Predicar a
un Dios como éste, como hizo Jesús, es muy peligroso;
pero con el amor siempre ocurre lo mismo: el que ama
acepta el riesgo y se hace susceptible de que abusen y se
aprovechen de él; ¿cómo, si no, va a ganarse el amor del
otro? Y éste es el riesgo que Jesús estuvo dispuesto a
aceptar (y que aceptó, de hecho) cuando nos mostró la
verdadera manera de ser de su Padre.
Recuerdo que nuestro maestro de novicios nos decía:
«El día verdaderamente señalado en vuestra vida espiritual
no será el día en que creáis que Dios os ama, sino el día en
que comprendáis que os ama». Muchos años de
experiencia (mía y de otros) me han demostrado que aquel
hombre tenía razón. Es verdaderamente extraordinaria la
transformación que se produce en nuestras vidas, la rapidez
con que empezamos a cambiar, cuando logramos caer en la
cuenta y comprender cuánto y de qué manera tan
incondicional nos ama y nos acepta Dios. Recuerdo
también haber leído acerca de un pastor protestante que, al
parecer, tenía una habilidad especial para propiciar el
encuentro con Cristo precisamente ayudando a experimentar
el amor incondicional de Cristo. Si alguien acudía a él y le
decía: «Me gustaría encontrarme con Cristo. ¿Cómo y
dónde puedo hacerlo?», el pastor se llevaba a aquella
persona a un lugar tranquilo, donde no era probable que les
molestara nadie, y le decía algo así (os lo cuento lo más
fielmente que soy capaz de recordarlo, porque pienso recomendaros
que más tarde lo hagáis vosotros por vuestra
cuenta): «Quiero que cierres los ojos y escuches
cuidadosamente lo que te diga: Jesucristo, el Señor
resucitado, está presente aquí con nosotros. ¿Lo crees así?»
Después de un breve silencio, el otro respondía: «Sí, lo
creo». «Escucha ahora algo que quizá te resulte más difícil
creer», proseguía el pastor; «escucha atentamente:
Jesucristo, el Señor resucitado, te ama y te acepta tal como
eres. No tienes que cambiar. No tienes que ser mejor. Ni
siquiera tienes que liberarte de tu pecado. No tienes que
hacer nada de eso para conseguir su amor, porque ahora
100
mismo ya lo tienes, sea cual sea el estado en que te
encuentres. De hecho, si sabemos cuan intensamente nos
ama, es precisamente porque nos ama a pesar de ser
pecadores, hasta el punto de estar dispuesto a morir por
nosotros. ¿Crees esto?» Por lo general, transcurría una larga
pausa antes de que el otro respondiera: «Sí, creo que Jesús,
que está aquí, me ama tal como soy». «Entonces», decía el
pastor, «dile algo a Jesús. Díselo en voz alta». El otro no
solía tardar mucho en agarrar las manos del pastor y decir:
«¡Tienes razón! ¡Él está aquí! ¡Puedo sentir su presencia!»
No es que yo recomiende esto a todo el mundo como un
modo infalible de propiciar la experiencia de la presencia de
Cristo. Puede que fuera un carisma especial que poseía aquel
pastor. Sin embargo, sí se lo he recomendado a algunas
personas, con excelentes resultados. Recuerdo que se lo
propuse a un numeroso grupo de unos doscientos
seminaristas y sacerdotes durante una Hora Santa que
celebramos, en la víspera de la fiesta del Sagrado Corazón,
en el transcurso de unos Ejercicios. Les dije que estuvieran
unos cuantos minutos tomando conciencia de la presencia
del Señor resucitado. Luego les sugerí que emplearan algún
tiempo en dejarse penetrar por la otra verdad: que Jesús les
amaba y les aceptaba tal como eran. Finalmente, les dije que
abrieran sus corazones al Señor en amorosa oración.
Muchos de ellos me dijeron más tarde que aquélla había
sido la oración más eficaz y real que habían hecho en todos
los Ejercicios. También recuerdo haber realizado este
ejercicio con una comunidad de religiosas, las cuales me
dijeron que les había supuesto unas gracias espirituales
realmente extraordinarias.
A pesar de mi profunda aversión a conceder crédito a
todo tipo de visiones y revelaciones, incluidas las de santa
Margarita María, relacionadas con la devoción al Sagrado
Corazón, yo creo enormemente en la eficacia de esta
devoción y estoy dispuesto a aceptar dichas revelaciones
como un ejemplo del don de profecía que Cristo sigue
ejerciendo para comunicarse con su Iglesia a lo largo de
los siglos. Según esta devoción, Cristo habría afirmado que
quien la practicara experimentaría indecibles beneficios en
su vida espiritual (los pecadores recibirían la gracia de la
conversión; los santos harían extraordinarios progresos en
la santidad...), y quien la propagara obtendría en su
apostolado unos frutos muy superiores a todo cuanto
pudiera esperarse. Todo ello tiene para mí un perfecto
sentido. Y no confundamos, por favor, la devoción al
Corazón de Cristo con esas infinitas prácticas devocionales
que hemos tenido que padecer, muchas de ellas
verdaderamente insoportables y sentimentaloides. Ni la
confundamos tampoco con el símbolo del corazón
traspasado, que a unos les dice mucho y a otros les inspira
verdadera aversión. Tal como yo lo veo, la esencia de esta
devoción consiste en aceptar ese amor que el Padre nos
tiene en Jesucristo; aceptar el hecho de que Jesús nos ama
incondicionalmente, de que él es el amor mismo. Si
alguien acepta esta verdad en su propia vida y ayuda a otros
a aceptarla, no podrá dejar de experimentar unos efectos
extraordinarios en su propia vida espiritual y en su
apostolado.
101
Solemos preguntarnos: «¿Qué he hecho por Cristo?
¿Qué debo hacer por Cristo?...» (EE. 53). Y raras veces
comprendemos que lo mejor que podemos hacer por él es
creer en el amor que nos tiene. ¿No os ha ocurrido nunca el
que alguien a quien queréis mucho os diga: «No puedo
creer que me quieras realmente»? Si os ha ocurrido,
entonces sabréis que lo que más deseamos de aquellos a
quienes amamos, mucho más que cualquier servicio o
cualquier cosa que puedan ofrecernos, es que crean en
nuestro amor, que nos correspondan amándonos y que
valoren el amor que nosotros les ofrecemos. A mi modo de
ver, en esto consiste la devoción al Sagrado Corazón, de la
que tanta necesidad sigue teniendo el mundo.
Experimentar a Cristo como una exigencia
He aquí el último peligro al que quiero referirme en
relación con la meditación sobre el arrepentimiento y el
pecado: la frecuencia con que experimentamos a Cristo
como una exigencia, más que como un don. Y la
frecuencia, también, con que la llamada al arrepentimiento
refuerza esa sensación de que Cristo es una exigencia. El
problema de un Dios exigente que siempre está pidiéndonos
más y más... Un Dios insaciable, siempre insatisfecho,
hagamos lo que hagamos.
Un ejemplo sumamente gráfico, a mi modo de ver, es
una oración que tuve ocasión de escuchar y que decía, más
o menos, así: «Señor, quisiera recibir tu Espíritu Santo, pero
me da miedo pedírtelo, porque me asusta lo que él pueda
exigirme. ¡Ayúdame, Señor, a superar mis temores!» Aquella
oración me escandalizó no poco. Y lo trágico es que refleja
el talante de otras muchas oraciones: el miedo a acercarse
demasiado a Dios, el miedo a lo que El pueda exigirnos.
Resulta que el Espíritu Santo es el don que el Padre nos
hace... ¡y nosotros tenemos miedo a ese don! ¡Tenemos
miedo a lo que ese don puede acarrear!
Imaginemos a un padre que llega a su casa cargado de
juguetes para sus hijos. Entra en casa ilusionado y ansioso,
desenvuelve los juguetes y se los ofrece a los niños... y éstos
se echan atrás, temerosos de aceptar los juguetes. Piensan
que aquello es una trampa, porque creen conocer a su padre
y temen que éste va a plantearles luego mayores exigencias;
en suma, que van a tener que pagar un precio por aquellos
juguetes. Por tanto, mejor será no aceptarlos. ¿No es
justamente así como tratamos nosotros al Padre celestial?
Apenas nos atrevemos a creer que lo que Él nos ofrece no
vaya a tener consecuencias desagradables, que lo único que
Él quiere es nuestra felicidad y nuestra paz.
Claro que tal vez no tengamos nosotros toda la culpa.
Nos han enseñado a creer que Dios es un Dios exigente, más
que un Padre amoroso que nos ama incondicionalmente. El
mejor modo de corregir esta deformada idea consiste en dejar
de intentar responder a las exigencias, reales o imaginarias,
que pensamos que Dios nos plantea. Lo decisivo no son las
exigencias de la persona amada, sino las exigencias del
amor que uno tiene en su corazón. Si ignoras el amor que
tienes en tu corazón y te esfuerzas por dar más de lo que
tienes, acabarás sintiéndote culpable o, en el peor de los
casos, lleno de resentimiento. Y ello, lejos de hacer crecer
102
tu amor, hará que disminuya.
Creo que un ejemplo nos ayudará a entenderlo mejor.
Imaginemos a un joven, Juan, apasionadamente enamorado
de una joven, María, y que, en su desmedido amor,
prescinde un día del almuerzo y con ese dinero compra
flores para regalárselas a María por la noche. El amor hace
cosas como ésta. Imaginemos ahora que Pedro viene a
pedirnos consejo, porque le resulta difícil sentir amor hacia
su mujer, Lola, y le decimos: «¿Por qué no imitas a Juan?
Prescinde de tu almuerzo y, con el dinero que ahorres,
compra flores para Lola». En lugar de recobrar el amor
hacia Lola, lo más probable es que acumule resentimiento
hacia ella. Imitar servilmente la conducta de un enamorado
sin tener la disposición interna de éste no es una buena
fórmula para llegar a sentirse enamorado. No es difícil
constatar, pues, el peligro que entraña el hecho de decir a
nuestros novicios que imiten la conducta de los santos
cuando aún no tienen en su corazón el amor a Dios que
inspiró dicha conducta. A veces les instamos a ello con la
sana esperanza de que el practicar esa conducta habrá de
producir automáticamente el amor. Pero no hay indicios de
que vaya a ser así, sino todo lo contrario. Lo más probable
es que acaben desanimándose y desistiendo totalmente de
lograrlo.
Dios nunca te exige más de lo que el amor que hacia El
sientes en tu corazón te exige. Si pretendes realizar las
grandes gestas que los santos realizaron por Él, pídele que
infunda en tu corazón el amor que por El sintieron los
santos. A medida que tu amor por Él vaya creciendo, irá
creciendo también tu capacidad de entregarte a Él
gozosamente. Dios ama a los que se dan con gozo. La
coacción y la fuerza no duran mucho. Recuerdo que un
sacerdote me decía: «Una mañana, en la oración, me di
cuenta, como jamás lo había hecho, de que Dios me amaba
incondicionalmente. Pienso que aquel día avancé más que
todo cuanto había avanzado en veinte años de responder a
las exigencias de Dios, o a lo que yo creía que eran las
exigencias de Dios con respecto a mí». ¡Cuánta razón
tenía...! Pidamos, pues, a Jesús que nos conceda
experimentar ese amor que nos tiene, y nuestra generosidad
para hacer cosas grandes por él vendrá por añadidura".

No hay comentarios:

Publicar un comentario