Exposición sobre el Tema “Pontificado y Conciliaridad de la Iglesia”, a propósito de la publicación del texto “Respuestas a ciertas preguntas acerca de ciertos aspectos de la doctrina sobre la Iglesia”, el 13 de julio de 2007, por la Congregación Vaticana para la Doctrina de la Fe.
(17 de Julio de 2007)
El día 13 de julio pasado (2007), la Congregación Vaticana para la Doctrina de la Fe, publicó un breve texto orientado, como su título indica, a aclarar “ciertas preguntas acerca de ciertos aspectos de la doctrina sobre la Iglesia”. En dicho texto – específicamente en su Cuarta Pregunta- se afirma lo siguiente respecto a la Iglesia Ortodoxa:
- Cuarta pregunta: ¿Por qué el Concilio Ecuménico Vaticano II atribuye el nombre de “iglesias” a las Iglesias Orientales separadas de la plena comunión con la Iglesia católica?
Respuesta: El Concilio ha querido aceptar el uso tradicional del término. “Puesto que estas Iglesias, aunque separadas, tienen verdaderos sacramentos y, sobre todo, en virtud de la sucesión apostólica, el sacerdocio y la Eucaristía, por los que se unen a nosotros con vínculos estrechísimos”, merecen el título de “Iglesias particulares o locales”, y son llamadas Iglesias hermanas de las Iglesias particulares católicas.
Consiguientemente, por la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de estas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios. Sin embargo, dado que la comunión con la Iglesia universal, cuya cabeza visible es el Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, no es un simple complemento externo de la Iglesia particular, sino uno de sus principios constitutivos internos, aquellas venerables Comunidades cristianas sufren en realidad una carencia objetiva en su misma condición de Iglesia particular.
Por otra parte, la universalidad propia de la Iglesia, gobernada por el Sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él, halla precisamente en la división entre los cristianos un obstáculo para su plena realización en la historia.
Dada la triste y errónea significación que dicha afirmación posee, queremos también de manera breve, aunque no tan breve ni tan parca como el texto de referencia, presentar los puntos doctrinales, dogmáticos e históricos que justifican la posición anti-pontifical de la Iglesia Ortodoxa, y además de ello, pretendemos dejar en claro cuál es, según la tradición conciliar y patrística, la interpretación correcta del pasaje de Mateo 16: 13-19.
Para ello, seguiremos un sencillo esquema de exposición basado en cuatro momentos:
I. Dimensión dogmático-conciliar y patrística.
II. Dimensión eclesiológica.
III. Dimensión histórica, textual y eventual.
IV. Perspectiva Dialógica y Ecuménica.
Con ello tenemos en mira exponer una vez más el sensible error dogmático, eclesiológico e histórico que supone para la Catolicidad la doctrina petrina, en torno a la supuesta superioridad (ello es, al “primado absoluto”) del Obispo de Roma como “Vicario de Cristo” y “Sucesor de Pedro”.
I. Dimensión Dogmático-Conciliar
Como resulta conocido por muchos, según la doctrina católico-romana respecto al Obispo de Roma, éste es el “Sucesor de Pedro”, “Vicario” de Cristo sobre la tierra, “Pontífice”, etc., lo cual en términos teológicos significa que el Obispo de Roma posee absoluta superioridad sobre el resto del cuerpo episcopal, investido de una gracia especial, la de ser “piedra angular” de la Iglesia de Cristo, e investido por excelencia de la gracia eclesiológico-sacramental, que sólo a través de él se “universaliza” al resto del clero, y, de esta forma, a la totalidad de los fieles.
Según lo anterior, el Obispo de Roma debe "poseer un poder supremo y universal de jurisdicción sobre toda la Iglesia, no solamente en cuestiones de fe y moral, sino también en la disciplina y en el gobierno de la Iglesia" , conforme a lo cual cada obispo recibe su autoridad de pastor directamente del Papa, pero, sin embargo, según enseña Pío XII en su encíclica Mystici Corporis (1943), "cada obispo conduce y gobierna su propia diócesis en nombre de Cristo y como verdadero pastor del rebaño confiado a él". Aún en esta actividad, los obispos no son totalmente sui juris, "quedando sometidos a la autoridad del Pontífice romano, puesto que ellos gozan de un poder ordinario de jurisdicción que se deriva inmediatamente del Papa."
Ante este panorama, debemos afirmar que en ninguno de los Ocho Concilios Ecuménicos (incluido el Primero de Jerusalén, o Apostólico) se afirma la superioridad dogmático-apostólica de Pedro, o del Obispo de Roma.
En ningún momento, en ningún pasaje de todo el Nuevo Testamento, el apóstol Pedro aparece en posición de “líder absoluto” entre los Apóstoles, ni, mucho menos, de “Vicario de Cristo” y “Cabeza visible de la Iglesia”; ni siquiera se llama a sí mismo, en ninguna de sus Epístolas, “Vicario”, ni “Papa”, ni “Primero entre los Apóstoles”. Más aún, en las referidas Epístolas, Pedro desarrolla una concepción en esencia distanciada y contraria a la doctrina petrina que habría de desarrollarse posteriormente en el mundo romano. Además de ello, en diversos pasajes del Libro de los Hechos (encontronazos con Pablo, Misión a Samaría, en la elección de los siete diáconos, Convocatoria y Conclusión del Concilio de Jerusalén ), se ve a un Pedro, ciertamente no sub-ordinado al resto de los Apóstoles, pero tampoco sobre-ordenado respecto a ellos, en el sentido de alguna primacía, ni siquiera remotamente parecida a los privilegios que el Obispo de Roma adquiere como “Pontífice”.
Sin embargo, después de un complejo desarrollo del Cristianismo, tanto en Oriente como en el Occidente Romano, y especialmente bajo la sombra del despliegue de los Imperios Latino y Heleno-bizantino, el Papa Nicolás I (858-867), en oposición a las decisiones canónicas conciliares, y para sorpresa de la mayoría de los Obispos de Oriente y Occidente, declaró que era “derecho divino” que el obispo de Roma fuese “cabeza suprema de la Iglesia y del mundo entero” . La oposición de Patriarcas como Ignacio y Focio, acompañada de la ambigua política imperial del Emperador Justiniano, terminó en que Roma declarara, de manera arbitraria y dogmáticamente injustificada, a las Iglesias de Orientes como “cismáticas”. Se sabe además que esta controversia de jurisdicción eclesiástica tenía de base un problema mucho más hondo y delicado, y se vinculó de manera inmediata a fenómenos de carácter teológico, como es el caso del filioque, o de carácter pastoral-administrativo, como en el caso de la región de Bulgaria, la antigua “Iustiniana Prima”, territorio semi-autocéfalo, pero aún bajo jurisdicción del Trono de Constantinopla, adonde el Papa Nicolás I, sin autorización del Patriarca de Constantinopla, enviaba monjes alemanes con el fin expreso de predicar la doctrina del filioque, considerada herética por el Patriarca Focio y motivo de álgidas disputas teológicas .
De extraordinaria importancia resulta la epístola que enviase San Basilio Magno a Eusebio, Obispo de Samosaton, en la que se refiere a la actitud de algunos de los Obispos de Roma, en los siguientes términos:
Porque, en efecto, intentando curar las costumbres soberbias, provocó que las suyas propias deviniesen aún mucho más evidentes. Y porque, si por una parte es el Señor quien nos cura, ¿qué otra asistencia nos es menester? Si por la otra permanece la ira de Dios, ¿de qué nos valdría la ayuda de la soberbia y el orgullo occidental? Aquéllos, que ni la verdad perciben, ni soportan ser corregidos, atrapados en falsas suposiciones, hacen ahora aquellas mismas cosas que primeramente fueron hechas en tiempos de Marcelo.
De especial interés resulta el pasaje referido por el propio Pablo (Gálatas 2:11-21), que expone claramente su diferencia de concepción con Pedro, respecto al sensible tema de los judíos cristianos circuncidados y los Gentiles convertidos a Cristo. En este pasaje se ponen de manifiesto dos elementos fundamentales cuya importancia no puede en modo alguno minimizarse y mucho menos ignorarse: se evidencia en primer lugar la independencia de Pablo como Apóstol frente a Pedro, lo cual obviamente era prerrogativa no sólo del Apóstol de los Gentiles, sino en general de todo apóstol respecto al otro, dado que la Autoridad superior estaba, como bien se ve, en el Concilio Apostólico-Presbiteral fundamentado en Cristo y en el Espíritu Santo, y no en uno sólo de los discípulos del Señor; y, en segundo lugar, el hecho de la falibilidad natural de Pedro, en tanto que en su posición se evidencia una concepción errada e insuficiente de la Iglesia como plenitud en Cristo más allá de referentes culturales, raciales o étnicos, tal como lo expresa claramente el propio Pablo en muchas de sus Epístolas. Como es obvio, y dado que el dogma de la infalibilidad papal tiene carácter retroactivo, resulta imposible sostenerlo dado el hecho de que el propio Pedro da muestras, es más de una ocasión por cierto, de todo lo contrario .
En el pasaje de la elección de los siete diáconos, se aprecia igualmente el hecho de que, para cualquier decisión supra-administrativa, de carácter eclesiológico, se apelaba a la conciliaridad apostólica, es decir:
JHmei'~ dev th'/ proseuxh/' kaiv th' diakoniva/ tou' logou' proskarterhvsomen, kaiv h[resen oJ lovgo~ ejnwvpion pantov~ tou' plhvqou~...ou{~ e[sthsan ejnwvpion tw'n ajpostovlwn, kaiv proseuxavmenoi ejpevqhkan aujtoi~ tav~ cei'ra~ .
Respecto a las Cartas del Apóstol Pedro, me referiré sólo a algunos pasajes significativos que se contraponen de plano a la idea de alguna superioridad eclesiológica o pneumatológica del apóstol Pedro sobre el resto de los apóstoles.
En su primera carta, el Apóstol saluda diciendo:
Pevtro", ajpóovstolo" jIhsou' Cristou', ejklektoi'" parepidhvmoi" diaspora'" Povntou, Galativa", Kappadokiva", jAsiva" kaiv Biquniva", katav próovgnwsin Qeou' Patrov", ejn aJgiasmw'/ Pneuvmato", eij" uJpakohvn kaiv rJantismovn ai{mato" jIhsou' Cristou': cavri" uJmi'n kaiv eijrhvnh plhqunqeivh.
El Apóstol se presenta a sí mismo según lo que él propiamente es: “apóstol de Jesús Cristo”, y se refiere a sus destinatarios explicándoles en esencia el fundamento de su misión. Se impone ahora preguntar, ¿sería natural, lógico e incluso “canónico”, que Pedro, siendo “Vicario de Cristo”, no se refiera a sí mismo como tal, ni siquiera haga referencia alguna a una “misión especial” que el Señor le haya encomendado como “piedra angular” de la Iglesia sobre la tierra, y mucho menos, al decir de sí mismo “Pedro apóstol”, acote que se trata no de un apóstol entre otros, sino del “Primero entre los Apóstoles”? Por si esto fuera poco, más adelante, se refiere el propio Pedro, no sólo al Señor como “Piedra angular” de la Iglesia, sino a todos los fieles que aceptan su Palabra, los que se convierten por la Fe en “piedras angulares” ellos mismos, edificando de esta manera todo el Cuerpo de la Iglesia de Cristo. Dice el Apóstol:
Prov" o{n prosercovmenoi, livqon zw'nta, uJpov ajnqrwvpwn mevn ajpodedokimasmevnon, parav dev Qew'/ ejklektovn, e[ntimon, kaiv aujtoiv wJ" livqoi zw'nte" oijkodomei'sqe oi\ko" pneumatikov", iJeravteuma a{gion, ajnenevgkai pneumatikav" qusiva" eujprosdevktou" tw'/ Qew/' diav jIhsou' Cristou', diovti perievcei ejn th'/ grafh/': ijdouv tivqhmi ejn Siwvn livqon ajkrogwniaivon, ejklektovn, e[ntimon, kaiv oJ pisteuvwn ejp jaujtw/'' ouj mhv kataiscunqh'/.
Pedro identifica e interpreta a Cristo como “Piedra angular” a partir de este pasaje del Antiguo Testamento, y siempre da la impresión de que parafrasea su propia afirmación en Mateo 16, 13-19. No sólo eso, en ningún momento, y pudiendo ciertamente hacerlo dada la posible “justificación” teológica de estar hablando no sólo de Cristo en cuanto tal, sino de la relación de Cristo con la comunidad viva de sus fieles, o sea de la Iglesia sobre la tierra, en ningún momento el Apóstol hace referencia a sí mismo como “Vicario” de esa “Piedra Angular”, o como “piedra” él mismo colocada por Cristo para dirigir privilegiadamente Su Iglesia. En lo absoluto.
Pero además, conforme a la visión del Santo, los fieles no sólo heredan esta condición de “piedra angular” por participación en la Piedra Angular absoluta, que es Cristo, condición de la cual sin dudas Pedro fue, por su confesión, cronológicamente el primero en participar, sino que además los fieles heredan la condición de realeza y de dignidad sacerdotal por participación de la Realeza y del Sacerdocio de Cristo por medio del bautismo, de la crismación y preeminentemente de la Eucaristía, en que reciben al propio Cristo resucitado, constituyendo de esta manera lo que el Apóstol llamó “el sacerdocio real”. Afirma el Apóstol:
JUmei'" dev gevno" ejklektovn, basivleion iJeravteuma, e[qno~ a{gion, laov~ eij~ peripoivhsin, o{pw~ tav~ ajretav~ ejxaggeivlhte tou' ejk skovtou~ uJma'~ kalevsanto~ eij~ tov qaumastovn aujtou' fw'~.
En la despedida de la misma epístola, tampoco aparece referencia alguna de Pedro a privilegios apostólicos, como tampoco se trasluce nada de ello en el encabezamiento de su segunda Epístola, en la que no sólo dice de sí mismo no ser más que “Sumewvn Pevtro", dou'lo" kaiv ajpovstolo" jIhsou' Cristou'...”, sino que además, en expresión de profundo contenido pneumatológico, llama al pueblo cristiano, en cuanto receptor de la gracia de Cristo, de la misma dignidad que los apóstoles: “toi'~ ijsovtimon hJmi'n lacou'si pivstin ejn dikaiosuvnh/ tou' Qeou' hJmw'n kaiv swth'ro~ jIhsou' Cristou'.”
Del mismo modo, las palabras de Cristo a Pedro: “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…”, deben entenderse en el sentido de que la Iglesia de Cristo se edifica sobre todos aquellos que confiesan a Cristo como Theánthropos, Dios Verdadero y Hombre Verdadero, como lo confesara el mismo Pedro, que por esta razón llama al pueblo creyente de Dios, “piedras vivientes”, en franca referencia a su propia condición de “piedra”, como si dijese el Apóstol: “no sólo yo, Pedro apóstol, sino todos ustedes que confiesan a Cristo como Dios y Hombre Verdadero, Dios y Salvador de todos los hombres, son también piedras del edificio inmortal e invencible de Su Santa Iglesia”.
Por otra parte, la Iglesia Ortodoxa es diáfana en su Cristología, así como en su Pneumatología, expresándose esto último en la hermenéutica oficial del evento fundacional de Pentecostés.
La Iglesia Ortodoxa enseña que el Centro absoluto de la Iglesia es Cristo, del cual la Iglesia es su Cuerpo Místico, y en el orden dogmático-litúrgico es la Eucaristía. El Misterio eucarístico es el fundamento de todos los Misterios Sacramentales, por ello incluso el Misterio del Sacerdocio tiene su base y su legitimidad en el Misterio Eucarístico. De hecho, el sacerdote se ordena primariamente para la celebración del Misterio de la Eucaristía. Por ello expresó San Ignacio Mártir, “Donde está el Obispo, allí está la Eucaristía, y donde está la Eucaristía, allí está toda la Iglesia” . Por ello, ningún Obispo puede ostentar con legitimidad el título de “Pontífice”, ni de “Vicario de Cristo” en el sentido absoluto con que lo asume el Papa de Roma, porque ello implicaría que la Unidad de la Iglesia intrahistórica se da entonces en la persona del Papa, y no en la Eucaristía como Presencia real de Cristo “en el mundo”. El origen de la superioridad “ad honorem”, pero siempre en condición de “inter pares”, del Obispo de Roma, no parte de un presupuesto dogmático ni teológico-eclesiológico, sino de la importancia que la antigua ciudad de Roma tenía en el Imperio Romano, y por tanto en todo el Oijkoumevnh de entonces. Ello explica que, a partir del Segundo Concilio Ecuménico, después de haber traslado el Emperador Constantino la Capital del Imperio de Roma a Constantinopla, también el Patriarca de Constantinopla adquiera el rango honorífico de “Ecuménico”, junto al Obispo de Roma.
Al respecto, el Patriarca Ecuménico Bartolomé refiere que:
Antes de la fundación de Constantinopla como nueva capital del Imperio Romano, efectuada por Constantino el Grande, existía Episcopado en Bizancio, como sabemos por la Historia. Sin embargo, como Nueva Roma y primera de las ciudades del Imperio, recibió, después de 50 años, a través del 3er Canon del 2do Concilio Ecuménico, el segundo rango de los Derechos y Honores que correspondían a la Antigua Roma, como se refiere en el texto del sagrado canon: “el Obispo de Constantinopla tiene los derechos de honor junto con el obispo de Roma, por ser aquélla la Nueva Roma” . El 4to Concilio Ecuménico de Calcedonia (451) plenifica la exaltación eclesiástica de la Iglesia de Constantinopla, declarando a través de su Canon 28 que la misma “tiene los mismos Derechos honoríficos” que el más antiguo Trono de Roma , mientras que al mismo tiempo concede, en los Cánones 9 y 17, el llamado derecho de “arbitraje” (ejkklhvtou), o sea, de emitir dictamen en caso de ser juzgado un clérigo de territorios ubicados fuera de sus fronteras, derecho que los Concilios Ecuménicos no otorgaron a ninguna otra administración eclesiástica, ni siquiera a Roma.
Si bien es cierto, por otra parte, que algunos Padres –sin duda un mínimo número de ellos, y sin lo enfático de la doctrina petrina posterior…- reconocieron en Pedro como persona, aunque en un sentido todavía ambiguo, la “piedra” intrahistórica sobre la cual se fundaría Su Iglesia (Cfr. Tertuliano, De Monog., 8), la abrumadora mayoría de los Padres eclesiásticos están de acuerdo en que la “piedra” a la que se refiere el Señor no es ni puede ser, por razones teológico-dogmáticas y hasta antropológico-psicológicas, el apóstol Pedro, sino que el Señor se refiere a la confesión, al contenido de la confesión de Pedro, revelado por el Padre. San Juan Crisóstomo comenta el respecto:
¿Qué le contesta, pues, Cristo? Tú eres Simón, hijo de Jonás. Tú te llamarás Cefas. Como tú has proclamado a mi Padre -le dice-, así también yo pronuncio el nombre de quien te ha engendrado. Que era poco menos que decir: Como tú eres hijo de Jonás así lo soy yo de mi Padre. Porque, por lo demás, superfluo era llamarle hijo de Jonás. Mas como Pedro le había llamado Hijo de Dios, Él añade el nombre del padre de Pedro, para dar a entender que lo mismo que Pedro era hijo de Jonás, así era Él Hijo de Dios, es decir, de la misma sustancia de su Padre. Y yo te digo: Tú eres Piedra y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, es decir, sobre la fe de tu confesión.
Queda claro el sentido que da el Santo a las palabras de Cristo, y sobre esta base es que da continuidad a su apología sobre el apóstol Pedro, al que reconoce los honores que recibió del Señor, antes que el resto de los apóstoles (con excepción de la donación de las “llaves del Reino de los Cielos”, que la recibiría junto con el resto del coro apostólico ), pero que también recibirían también en el mismo sentido y en el mismo grado, incluido el propio San Pablo.
Sólo desde este punto de vista, compartido por los Padres de la Iglesia, se evita hacer caer al Santo en una fatal contradicción, esto es, la de afirmar que la “piedra” es la confesión de Pedro, a saber, la Persona de Cristo como Qeavnqrwpo", y no la persona del propio Pedro, y la de afirmar por otra parte que Pedro recibió especial gracia de parte del Señor que lo hayan convertido en “vicario” del Salvador, por encima del resto de los apóstoles.
El propio San Agustín, pilar central de la teología latina escolástica, afirma claramente en su epístola XIII declara contundentemente:
Super hanc petram quam confessus es aedificabo Ecclesiam meam. Petra enim erat Christus super quod fundamentum etiam ipse a edificatus est Petrus.
Es además conocido el pasaje del extraordinario texto del Obispo J. Strossmayer, leído en una de las sesiones del Concilio Vaticano I, en el 1970, en el que se debatía la cuestión de la infalibilidad papal, el cual citamos aquí por parecernos que contiene eruditas e imprescindibles referencias patrísticas demostrables y comprobables en torno a este tema.
Afirma así el Obispo:
San Cirilo (IV Libro de la Santísima Trinidad) dice: "Yo pienso que por la piedra' nosotros debemos entender la fe inquebrantable de los apóstoles." San Hilario, obispo de Poitiers, en el II Libro de la Santísima Trinidad dice "la piedra es la única bendita piedra de la fe confesada por boca de San Pedro," y así "sobre la piedra de la confesión de la fe está fundada la Iglesia" (VI Libro).
Según San Jerónimo (VI Libro sobre San Mateo), Dios fundó su Iglesia sobre esta piedra y de esta piedra el apóstol San Pedro recibió su nombre. Después, en el 532 discurso sobre Mateo, dice: "'Sobre esta piedra yo crearé mi Iglesia', es decir, sobre la confesión de la fe."
¿Cómo era, entonces, la creencia del apóstol? Era, simplemente, en "Cristo Hijo de Dios Vivo" (San Ambrosio, arzobispo de Milán, carta a los Efesios); San Basilio de Seleucia y los Santos Padres del concilio de Calcedonia sostienen lo mismo.
De todos los preceptores antiguos del cristianismo, San Agustín ocupa uno de los primeros puestos como sabio y santo. Escuchad lo que él escribió en su II Tratado sobre San Juan: "¿Qué significan las palabras crearé mi Iglesia sobre esta piedra? Estas palabras significan: sobre la fe, sobre las palabras de Jesucristo, el Hijo de Dios Vivo." En el 124º pensamiento sobre San Juan encontramos importantes palabras de San Agustín: "sobre esta piedra de tu confesión Yo crearé mi Iglesia. La piedra era Cristo."
El gran obispo tampoco creía que la Iglesia fue fundada sobre San Pedro. Más: en su XIII carta dijo: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra de tu confesión, sobre la piedra de tus palabras (Tú eres Cristo, el fijo de Dios Vivo), Yo crearé mi Iglesia."
Este pensamiento de San Agustín, era común a todo el cristianismo de aquel tiempo. Por eso, para ser breve, declaro:
• Jesucristo dio a sus apóstoles el mismo poder que a San Pedro.
• Los apóstoles nunca reconocieron a San Pedro como Vicario de Jesucristo e infalible preceptor de la Iglesia.
• San Pedro nunca pensó ser Papa ni obró jamás como Papa.
• Los concilios de cuatro siglos reconocían el alto puesto de obispo de Roma y por la importancia de esta ciudad le daban prioridad, pero no prioridad de poder y jurisdicción.
• Los Santos Padres, en la famosa frase "Tú eres Pedro y sobre esta piedra crearé mi Iglesia," nunca interpretaron que la Iglesia estaba fundada sobre San Pedro ("super Petrum" en latín) sino sobre a piedra ("super petram") es decir sobre la confesión de la fe del apóstol.
El Obispo Averkio afirma, por su parte, en una interesante reflexión sobre este pasaje:
¿Acaso pueden entenderse las palabras del Señor como una promesa fundacional de su Iglesia sobre la persona de Pedro como lo hace la Iglesia romana para justificar su falsa doctrina sobre la supremacía del Papa como sucesor apostólico y primado de la Iglesia Universal? ¡Claro que no! Si Nuestro Señor hubiese querido presentar a Pedro como el fundamento de la Iglesia entonces hubiera dicho: "Tú eres Pedro y sobre ti edificaré mi Iglesia." Sin embargo, lo dicho por el Señor difiere absolutamente.
Y el propio Obispo concluye su reflexión con un brillante pasaje que esclarece el sentido teológico ortodoxo de esta cuestión:
Así el significado de esta maravillosa y profunda frase de Cristo es el siguiente: "Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque has conocido esto no con instrumentos humanos sino a través de la revelación que te hizo mi Padre celestial. Y ahora yo te digo que no en vano te llamé Pedro, pues aquello que tu confesaste es el fundamento de mi Iglesia que será invencible y ninguna fuerza hostil del infierno prevalecerá contra Ella."
La expresión "puertas del infierno" es característica del uso oriental de la época. Las puertas de las ciudades eran especialmente fortificadas frente a cualquier invasión; allí ocurrían los grandes acontecimientos comunitarios, allí por ejemplo, se reunían los dirigentes para tomar las decisiones, se castigaba a los criminales, etc.
"Te daré las llaves del Reino de los Cielos, y todo lo que ates en la tierra será atado en el cielo, y todo lo que desates aquí en la tierra será desatado en el cielo.” Esta promesa hecha solo en apariencia a Pedro, más tarde se hizo efectiva a todos los apóstoles. Consiste en la prerrogativa que tienen todos los apóstoles y sus sucesores, los obispos de la Iglesia, de asumir la responsabilidad de juzgar a los pecadores y castigarlos, incluso reparándolos de la Iglesia. El poder de desatar significa el poder de perdonar los pecados, y admitir en la Iglesia por medio del Bautismo y el Arrepentimiento. Todos los apóstoles por igual recibieron esta gracia del Señor luego de su Resurrección (Jn. 20:22-23).
Si persisten dudas sobre lo anterior, pueden confrontarse otros pasajes, especialmente del Evangelio de San Juan, donde se aprecia con claridad cómo les fue entregada por el Señor la gracia del sacerdocio a todos los apóstoles por igual, estando Pedro presente entre ellos, sin referencia alguna a superioridad petrina. De hecho, en el capítulo XX del mencionado Evangelio, al presentarse el Señor resucitado ante los discípulos reunidos en Jerusalén, les dice a todos:
Eijrhvnh uJmi'n, kaqwv" ajpevstalkev me oJ pathvr, kajgwv pevmpw uJma'~, kaiv tou'to eijpwvn ejnefuvshse kaiv levgei aujtoi'": lavbete Pneuvma [Agion: a[n tinwn ajfh'te tav~ aJmartiva~, ajfiventai aujtoi'~, a[n tinwn krath'te, kekravthntai.
Si hubiese querido el Señor instaurar a Pedro como su “vicario” sobre la tierra y piedra angular de su Iglesia, sin duda hubiese debido referirlo en un momento como éste, en el cual se está nada menos que instituyendo uno de los Misterios Sacramentales de la Iglesia, y se determina la dignidad apostólica de los primeros discípulos de Cristo. Asimismo, en Hechos de los Apóstoles, justo antes de su Ascensión, el Señor anuncia el descenso del Espíritu Santo el día de Pentecostés, pero lo hace nuevamente sin distinguir al apóstol Pedro de entre el resto de los apóstoles, lo cual, en caso de tener Pedro alguna dignidad o privilegio como “vicario” de Cristo, el Señor debía haberlo indicado, dada la extraordinaria importancia de ese hecho. Pero no sólo eso, sino que sería absolutamente imposible y absurdo que todos los Evangelistas hayan pasado este hecho por alto, y no hayan dejado claro en ningún texto que Pedro, la persona de Pedro, era definitivamente la piedra angular de la Iglesia sobre la tierra, y que el resto de los apóstoles, por tanto, le debía especial obediencia y subordinación. Incluso, para ser consecuente con su supuesta decisión, el Señor debía transmitir sus gracias e investiduras sacramentales al resto de los discípulos, no de manera directa como de hecho lo hace, sino a través del apóstol Pedro, o sea, de su “vicario”. Pero, por el contrario, dice el Señor a sus apóstoles:
Lhvyesqe duvnamin ejpelqovnto~ tou' jAgivou Pneuvmato" ejf juJma'", kaiv e[sesqev moi mavrture" e[n te JIerousalhvm kaiv ejn pavsh/ th'/ jIoudaiva/ kaiv Samareiva/ kaiv e{w" ejscavtou th'" gh'".
De especial importancia, resultan las referencias histórico-testimoniales que presenta el obispo Pablo de Ballester, en su libro Η Μετατροπή μου στην Ορθοδοξία , donde se refiere a un extraño texto, fechado el 21 de enero de 1647, en el cual se ordena a los fieles católicos, bajo pena de excomunión y condenación eterna, que rechacen toda doctrina o enseñanza que afirme que el apóstol Pablo, durante todo su apostolado, se mantuvo libre e independiente del apóstol Pedro, con jurisdicción y horizontes propios, y a un mismo grado de investidura apostólico-eclesial. Este texto fue aprobado y enviado por el Papa Inocencio I, como Edicto Oficial del Santo Oficio .
El objetivo evidente del mismo era minimizar la figura del apóstol Pablo frente a Pedro, afirmando en lo esencial, sin base histórica ciertamente, que el primero se encontraba en estado de subordinación al segundo; pero, lo peor quizás, era precisamente el hecho de que esto implicaba, en primer lugar, contradecir al propio Pablo, el cual se auto-reconoce “apóstol no por obra de los hombres” , dejando en claro que no se detiene en excesiva consideración de criterios humanos, sea cual fuere su origen, tomando en cuenta sólo el criterio de Dios , así como afirmando su propia autoridad, grado y jerarquía apostólica, frente al resto de los apóstoles ; y, en segundo lugar, estamos en presencia de una clara invasión a las fuentes neotestamentarias, a partir de un criterio hermenéutico totalmente ilegítimo, llevada a cabo por la propia jerarquía de la Iglesia Católica, destinada a deslegitimar la persona de Pablo frente a Pedro, presentando a este último como único Vicario de Cristo sobre la tierra, con el fin de garantizar y conservar el poder pontifical aún a costa de la veracidad testimonial histórico-evangélica, de la más elemental comprensión teológica del misterio de la Encarnación del Logos de Dios y de Pentecostés como “evento fundacional” de la Iglesia, así como de la libertad de consciencia de los fieles para aceptar, o no, esta excesiva interpretación del lugar y los privilegios petrinos entre los Apóstoles.
En referencia a las implicaciones eclesiástico-pastorales y dogmáticas que se derivan de esta interpretación oficial en torno al Obispo de Roma, afirma el obispo De Ballester:
[…] no esperé nunca que el fanatismo de mi Iglesia la condujera al extremo de atreverse a prohibir y condenar doctrinas que se contienen con total claridad en las Sagradas Escrituras, y que fueron enseñadas por los propios Apóstoles […] Este escrito rebasaba todo límite, porque el anatema lanzado en contra de los fieles que seguían las enseñanzas del apóstol Pablo equivale a una absurda condena de la enseñanza correcta de este apóstol, el cual, en la Segunda Epístola a los Corintios declara tajantemente que no es en nada inferior a cualquiera del resto de los Apóstoles.
Naturalmente, de haberse tratado de un texto aislado, este “descubrimiento” no habría tenido especial trascendencia; el problema verdaderamente comienza cuando el Obispo encuentra varios textos de fechas anteriores, donde se realiza la misma exigencia, igualmente bajo pena de excomunión y condenación eterna. Ejemplo de ello lo constituyen las decisiones del Santo Oficio, de 1327 y 1351, en las que los papas Juan XXII y Clemente VI habían anatematizado y condenado a toda persona y teoría que se atreviese a negar que el apóstol Pablo obedecía a las órdenes del primero de los Papas, el apóstol Pedro, las cuales no estaban bajo el control de nadie más, y se encontraban bajo su absoluta autoridad.
Igualmente, el papa Martín V había anatematizado a Juan Hus en el Concilio de Constanza. Y, posteriormente, los papas Pío IX en el Concilio Vaticano , Pío I en 1907, y Benedicto XIV en 1920, asumieron las mismas condenatorias del modo más oficial y categórico .
En el mismo espíritu, el Concilio Vaticano I resume esta interpretación de los privilegios petrinos de manera categórica y radical:
Si alguien afirmare […] que Pedro –primer Papa y Obispo de Roma- no fue coronado por Cristo como príncipe de los Apóstolos y cabeza visible de la Iglesia peregrinante […] que sea anatema.
II. Dimensión Eclesiológica
¿Qué es la Iglesia? La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo, “Novia” del Cordero, cuya Cabeza y Fundamento, tanto trascendental como intrahistórico, es Cristo, nunca uno de los Santos Apóstoles . Dado que el fundamento de la Iglesia es Cristo, más que eso, Cristo es Él mismo “Cuerpo de la Iglesia”, y, partiendo del hecho de que “oJ Lovgo" savrx ejgevneto kaiv ejskivnosen ejn uJmi`n” , entonces hay afirmar que, no sólo en la dimensión “metahistórica” o “metafísica”, sino también en el orden “intrahistórico” o del “ser en el mundo”, Cristo es la única Cabeza de la Iglesia, porque su Presencia es mística y “real”, efectiva, dentro del orden mistérico y eclesiológico de la Iglesia a través del orden episcopal y presbiteral como continuidad y expresión de aquél.
La presencia mística de Cristo se manifiesta pre-eminentemente en la persona de los Obispos como sucesores históricos de los Apóstoles, tal como lo reconoce y afirma San Ignacio Mártir, al referir la absoluta necesidad de que los fieles permanezcan en torno a su obispo local (no a un solo y absoluto Obispo-Pontífice), y fundamenta la Unidad de la Iglesia en esa unidad en torno a cada obispo local (y nunca a un solo Obispo absoluto como Papa-Pontífice), que a su vez se sustenta básicamente en el misterio eucarístico como presencia real de Cristo resucitado.
En su libro Orthodox Teachings, el Arzobispo Panteleímon Lambadario se refiere a la dimensión del ser de la Iglesia de acuerdo a la Tradición Ortodoxa, fundamentada en la concepción patrística, y afirma:
“As the Body of Christ she (the Church) is governed by her Divine Head (as visible and invisible Church) and receives Life from the Life-giving Holy Spirit.”
En cuanto a la autoridad dentro de la Iglesia, y al modo en que se manifiesta la gracia divina a los fieles, los Padres no hacen nunca especial referencia a Pedro como “mediador universal” o “receptor primordial” de esta gracia “en el mundo”, por el contrario, la siguiente expresión de San Ireneo representa la postura general de los Padres de la Iglesia:
…God gave to the Church Apostles, Prophets, Teachers and the Catholic Action of the Holy Spirit. Therefore, wherever the Church is, there the Spirit of God is and wherever the Spirit of God, there the Church and all the Grace. The Spirit is the Truth.
De esta manera, la estructura eclesiológica ortodoxa queda claramente perfilada: la Piedra Angular de la Iglesia es Cristo, la única Cabeza de la Iglesia visible e invisible, su único “vicario” dentro y fuera de la Iglesia es el Espíritu Santo, que procede del Padre, que el propio Cristo prometió enviar a los discípulos después de la Ascensión, en tanto el Espíritu Santo muestra la Verdad, que es Cristo como “el Camino, la Verdad y la Vida”. El Espíritu inspira y orienta a la Iglesia en total, a través del orden episcopal, clerical y sacramental, en tanto todos los Apóstoles recibieron esta misma Gracia de parte del Señor, y la trasmiten a las sucesivas generaciones a través de la iJerosuvnh, ello es, del Orden Sacerdotal.
El Centro absoluto y la Cabeza, tanto “visible” –en el orden episcopal y preeminentemente en el Misterio Eucarístico-, como invisible en tanto la Iglesia es su Cuerpo Místico, es Cristo , y Cristo como expresión mística “en el mundo” de la Santa Trinidad y de la Humanidad deificada por participación en las energía increadas de Dios. San Máximo el Confesor lo describe de modo muy profundo:
El Verbo de Dios Padre, subyace místicamente en cada uno de los mandamientos que nos son familiares. Dios Padre es naturalmente del todo inseparable del Verbo. Quien acepta sus mandatos y lo cumple, acepta también al Verbo de Dios que está en ellos. Habiendo aceptado al Verbo por medio de los mandamientos, acepta también al Espíritu que está junto a Él. Porque, en verdad les digo, el que recibe al que yo he enviado, a mí me recibe: el que a mí me recibe, recibe al que me envió. El que aceptó los mandamientos, y los ha cumplido, también ha recibido místicamente a la Santa Trinidad.”
De esta manera, la Gracia emanante de la muerte y la resurrección de Nuestro Señor, se derrama a la totalidad de la Iglesia desde Cristo mismo a través de la conciliaridad apostólica (sustentada y patentizada en cada Obispo como columna de la Fe) y de los Misterios Sacramentales, de manera que por esta vía mística y sacramental, los fieles podamos recibir directamente al propio Cristo como Alfa y Omega de la Historia y fundamente de nuestra deificación, y por medio de Él a la Santa Trinidad, de la cual el Señor constituye, en cuanto Dios Verdadero, la Segunda Persona o Hipóstasis de la Esencia Divina.
De acuerdo a San Cipriano, la Iglesia está constituida por el pueblo de los fieles que se reúnen en torno a su Obispo en cada comunidad como un rebaño que sigue a su pastor. Por ello coinciden plenamente las perspectivas de San Cipriano y San Ignacio Teóforo al respecto, pues en ambos casos se reconoce que cada Obispo es pilar de la Fe en la Iglesia, y que, por consecuencia, donde está el Obispo, allí está la Iglesia.
En su Dogmática de la Iglesia Ortodoxa Católica, el teólogo ortodoxo P. N. Trembelas, escribe al respecto:
Las palabras del Señor, "tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mateo 16:18), no predicen que Pedro sea el fundamento sobre el cual será fundada la Iglesia, como sobre una roca sólida. Esto se hace evidente de la afirmación formal de San Pablo, "porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo" (I Corintios 3:11) La frase, "sobre esta piedra" significa "sobre la fe de la confesión" (San Juan Crisóstomo, Sobre Mateo, Homilía 54). Teofilacto expone muy claramente su sentido: "Esta confesión que formula Pedro puede ser el fundamento de los que creen, de modo que todo el que debe construir el edificio de la fe puede presumirla como fundamento" (Sobre Mateo, 16:18). Con esta interpretación concuerda perfectamente el sentido de I Corintios arriba citado. Pero aunque admitamos que Pedro sea indicado así como piedra de base, que "la Iglesia esté edificada sobre él," y "que el Señor haya construido la Iglesia sobre uno solo" (Tertuliano, De Monog., 8), no se debe olvidar que los otros apóstoles y todos los profetas juntos eran llamados "fundamentos," puesto que los fieles están establecidos sobre Cristo como piedra del ángulo y que la Jerusalén celestial está descrita como una muralla "con doce fundamentos y sobre ellos los doce nombres de los apóstoles del Cordero" (Efesios 2:20; Apocalipsis 21:14).
Nuestro Señor Jesús Cristo fundó la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica – “...nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesús Cristo.” . Ante la pregunta de Jesús, “Simón Pedro contestó: ‘Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo...’ Replicando Jesús le dijo: ‘...Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.’” . Los atributos esenciales de la Iglesia están claramente enunciados en el Credo y por tanto sellados dogmáticamente por los Siete Concilios Ecuménicos. De este modo se afirma que la Iglesia es Una, Santa, Católica y Apostólica.
De acuerdo a la Teología y la Dogmática de la Iglesia es Una porque constituye un solo Cuerpo espiritual, tiene una sola Cabeza que es Jesús Cristo, y está animada por un solo Espíritu, el Espíritu Santo de Dios que se manifiesta en la Conciliaridad Apostólico-Episcopal. De esta manera, la unicidad eclesiológica descansa en la Persona de Cristo, y, a través de Él, en la interrelación dogmático-hierúrgica de los Obispos, sin que exista superioridad alguna entre ellos en lo tocante a dicho orden. El Apóstol San Pablo lo explica de manera definitiva: “Sometió todo bajo sus pies, y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todo.” , y además le escribe a los Efesios: “Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados.”
Por su parte a los griegos de Corintio les escribe:
"Pues del mismo modo que el cuerpo es uno aunque tiene muchos miembros...en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo...”
La unidad de la Iglesia se expresa en la identidad de confesión de Fe, y de Comunión en las Oraciones y en los Misterios Sacramentales . Se fundamenta en el testimonio del apóstol San Pedro, inspirado por el Espíritu Santo:
Replicando Jesús le dijo: ‘Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.’”
El fundador de la Iglesia es por tanto el propio Señor Jesús Cristo, y es alentada y sostenida a través de la historia por la acción del Espíritu Santo.
Iglesia no es sino el sagrado sistema religioso fundado por Jesús Cristo e inaugurado por la Iluminación del Espíritu Santo en el día del Santo Pentecostés en la plenitud de las verdades que ésta enseña, sus instituciones, sus sacramentos y sus mandatos.
Así, afirma San Nectario Pentapóleos en su Catequesis Ortodoxa, y al respecto añade el Santo,
También llamamos Iglesia a la sociedad de los fieles sustentada en el fundamento de los Apóstoles y los Profetas, teniendo ciertamente como piedra angular a Jesús Cristo.
La unicidad de la Iglesia de funda en su catolicidad, en su dimensión soteriológica, de la cual emana también su ecumenicidad, o sea, su posibilidad de expansión geográfica abarcando toda la Oijkoumevnh . Podría afirmarse que la ecumenicidad de la Iglesia en el resultado lógico-antropológico de su propia catolicidad, en tanto en ella se porta el contenido soteriológico sustentado en la revelación y dirigido a la humanidad en cuanto tal, sin distinción de raza ni condición cultural. Lo “ecuménico” es posible sólo en la medida en que, en el orden interno del cuerpo eclesiológico, emana su catolicidad como contenido “esencial-genérico” y no simplemente “particular-racial”.
La unidad eclesiológica se define como imagen de la Comunión trinitaria en Dios, como unidad del Cuerpo de Cristo, que se manifiesta en la eucaristía. El Dios Uno y Trino se manifiesta en la figura del Hijo-Logos encarnado, el cual, después de su plenitud en la resurrección, se constituye Cuerpo de la comunidad de los fieles, de los “adoradores en espíritu y en verdad” . Esta unicidad resulta indestructible, pues no es el resultado de la aglomeración estructural o de la sumatoria aritmética de los “miembros” de la Iglesia, sino que es la expresión epifánica del Espíritu en el cronotopos de la historia. Pudiera no existir más un fiel sobre la tierra, y el principio unitario, la unidad misma del Cuerpo de Cristo permanecería intacto. Del mismo modo, ni las herejías, los escándalos ni la corrupción que afecte a la Iglesia en su dimensión antropológico-estructural pueden desintegrar la unidad esencial de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, porque ésta es in se ipsum suprahistórica.
El Padre Afanasiev expresa este hecho de manera esencial, y Pablo Evdokimov lo comenta con las palabras siguientes:
El Señor ha colocado a los redimidos en la totalidad de los fieles, unidos en el mismo lugar –tovpo"- y para la misma cosa, la Eucaristía – Iglesia. Después de Pentecostés, la Iglesia se encuentra allí donde se realiza la sociedad eucarística, donde todos se plenifican en Cristo como miembros de la “unidad y la hermandad”, trascendiendo así todo individualismo. (...) El apóstol Pablo repite la misma expresión: “que seríamos muchos”, divididos por el mal, mientras “todos somos un pan, un cuerpo” , en la praxis eucarística, que es la esencia de la Iglesia.
El lugar de la Iglesia es el Misterio Eucarístico, no la figura del “Pontífice” ni la supuesta superioridad vicarial del mismo frente al resto del cuerpo episcopal, es la praxis mistagógica que se manifiesta como centro de unicidad y congruencia mística de la totalidad del Cuerpo de Nuestro Señor, no la precedencia de la “investidura” sacerdotal de “uno sólo” como fundamento del valor “católico” incluso de la praxis eucarística de la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Por ello afirma Nicolás Cabásilas:
No hay más allá a donde llegar ni nada más que añadir...después de la eucaristía, no hay otro lugar donde tengamos cabida.
La Iglesia es Santa porque tiene como Cabeza a Nuestro Señor Jesús Cristo, y porque en Ella mora el Espíritu Santo, que siempre la sostiene y santifica, según la voluntad del Señor: “Y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre.” , y “...el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, os lo ensañará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho.”
En el Apocalipsis el apóstol San Juan nos refiere igualmente la visión que le fue revelada sobre la santidad de la Iglesia, centrada en Cristo, el Cordero de Dios: “Seguí mirando, y había un Cordero, que estaba en pie sobre el monte Sión, y con él ciento cuarenta y cuatro mil, que llevaban escrito en la frente el nombre del Cordero y el nombre de su Padre...Éstos siguen al Cordero a donde quiera que vaya, y han sido rescatados de entre los hombres como primicias para Dios y para el Cordero...”
El hecho de que la Iglesia como Cuerpo de Cristo sea en esencia Santa no significa negar su dimensión antropológica, que, como tal, adolece de las naturales imperfecciones propias de la humanidad. Sin embargo, la estructura antropológica es asumida y perfeccionada por la dimensión divina, a imagen de Cristo, Dios y Hombre verdadero, donde lo humano se imbrica armónicamente con el elemento divino y se plenifica en él. Esta “sinergia” entre lo humano y lo divino se fundamenta en la Encarnación del Logos de Dios, y constituye el orden “teándrico” propio de la espiritualidad ortodoxa, según el cual “Dios se hace hombre para que el hombre se haga dios por la gracia”, como afirmara san Atanasio el Grande. En cuanto al punto de la interacción sinergética de lo humano-imperfecto y lo divino-perfecto en el seno mismo de la Iglesia, el propio San Juan Crisóstomo escribe, refriéndose al Misterio Sacramental del Sacerdocio:
¿Qué entonces?... ¿también ordena Dios a los indignos? Por un lado Dios no ordena a todos, por otro, actúa a través de todos, para la salvación del pueblo, aún cuando se trate de personas indignas.
Ante este misterio de la santidad de la Iglesia y su dependencia de la asunción total y real de la humanidad en la divinidad de Cristo –siempre Dios y Hombre verdadero-, se puede comprender más profundamente la importancia de la descalificación que llevó a cabo la Iglesia en los Concilios de Nicea y de Calcedonia de las doctrinas de Arrio, Nestorio, Apolinar y de Eutiquios y los Monofisitas, porque al quedar desintegrada la unidad en Cristo de los elementos humano y divino, queda negada implícitamente la posibilidad de considerar a la Iglesia como verdadero Cuerpo de Cristo, porque en él no podría estar incluido el elemento humano, y se fragmentaría el cuerpo eclesiológico en la Iglesia “invisible” o “divina”, en franca oposición a la Iglesia “visible” o “humana”, sin posibilidad de una integración sinergética y teándrica en las Energías increadas de Dios o de “deificación”, lo cual implicaría que la Iglesia, como topos soteriológico, carecería totalmente de sentido.
La unitas de la Iglesia se origina, sustenta y conserva en la unidad originaria del Ser trinitario de Dios, el cual fue entendido en cada caso por los Padres griegos como equilibrio e igualdad total de cada una de las Personas o Hipóstasis divinas. En palabras de Evdokimov:
Aquello que distingue a las hipóstasis en la teología de los Capadocios es la relación de las Personas divinas según su procedencia: todo el arte de la teología de los padres consistía en no otorgar preeminencia al ser de ninguna de las tres hipóstasis, conservando así el equilibrio y la igualdad perfecta entre ellas.
Pero esta unidad requiere además de la Encarnación del Logos de Dios, mediante la cual se lleva a su máxima expresión la interacción sinergética entre lo humano y lo divino, y se asume en plenitud el elemento humano y con él la totalidad de la Creación en el seno mismo del Ser trinitario, pero sólo en y a través de la Persona Humano-Divina de Cristo Jesús, del Qeavnqrwpo". Sólo así el Señor, restaurado nuevamente en Su Gloria a través de la resurrección, deviene Centro absoluto de irradiación de la gracia hacia la totalidad de la Iglesia, y se manifiesta como su Cuerpo Místico y su Cabeza.
La presencia característica del Señor resucitado en el seno de Su Iglesia, además de su presencia mística “donde dos o más se reúnan en mi nombre”, se constituye en el Misterio sacramental de la Eucaristía, que no es sólo “símbolo” ni mera “recordación” de la Cena mística en el tabernáculo de Jerusalén, sino verdadera Cristofanía en el Misterio, como acto esencialmente terapéutico, cuyo fin es la plena “deificación” del cristiano como restauración fenoménica de la imagen, o sea, paso del “ser en esencia” al “ser en acto” -o realización- de la “imago Dei”, que en esencia el ser humano es, en el orden de la autoconciencia y en general de la condición óntico-ontológica de la persona humana.
El ser humano existe en el mundo como ser en “estado de abierto para la trascendencia”: esta trascendencia, siendo el hombre “máscara”, o sea, provswpon, “persona”, se presenta como destinación necesaria, no elegible, frente a la cual el ser humano debe ejercer su libertad esencial, por ello puede decirse que la estructura ontológica de esta trascendencia se presenta para el hombre como un “ser para Dios” o un “ser para la negación de Dios”. En cualquier caso, como afirma el filósofo Karl Jaspers en consonancia con la enseñanza de los Padres de la Iglesia en este punto, el ser humano in se ipsum no es nada, sino una “dínamis”, un movimiento de “cadencia” o “yección” hacia lo divino o hacia la “negación de lo divino”. En la temporalidad previa a su deificación el ser humano permanece como “abierto” o “en posibilidad” (divnami") de devenir “semejanza” de Cristo de acuerdo con su “ser a imagen”. En el orden “temporal” del “ser deificado” – de la “santidad”-, el ser humano deja de estar “abierto” en el sentido de dínamis deviniente, para permanecer antológicamente “cerrado” en la plenitud de su “ser a imagen y semejanza” de Cristo. Mientras que Heidegger en “Ser y Tiempo”, afirma que el “ser ahí” deja de ser “abierto” sólo en la muerte como “imposibilidad de toda otra posibilidad” , o sea, como “cierre” del “estado de abierto” previo al morir, podemos afirmar, desde la experiencia cristiana, que, por el contrario, la clausura de esta “aperturalidad” ontológica propia del “ser para la muerte” hace frente no como “muerte pura”, o “cesación pura” de toda posibilidad, sino como plenificación del ser humano en el ser “a imagen y semejanza” de Cristo, estado en el cual el “vaciamiento” propio del ser del ser humano adquiere contenido trascendental en el ser divino de Cristo, “adosado” por la gracia en el ser mismo del ser humano a través de la encarnación del Logos de Dios. Lo anterior reafirma una vez la esencial importancia del la doctrina conciliar del Qeavnqrwpo", o sea, del Dios y Hombre verdadero, que es Cristo.
Por otro lado, esta visión sustancialmente óntico-ontológica de la Iglesia y de la relación del ser humano con ella, con su misión soteriológica y con la totalidad de la Economía de Salvación desplegada por Dios a través de la historia, y, por tanto, en interacción sinergético-teándrica con el ser humano, nos lleva a comprender más a profundidad la necesidad de restaurar plenamente en la praxis, tanto teorética como performática, de la Iglesia, la perspectiva “ontológica” en la comprensión y el ejercicio de sus Misterios Sacramentales, por encima de toda visión ética o moralizante, la cual, sin que deba ser negada por completo, reduce sin dudas la perspectiva eclesiológico-teológica del Cuerpo de Cristo, oculta una perspectiva más esencial de comprensión de la naturaleza (de la fuvsi") del ser del ser humano, y perjudica la praxis terapéutica que constituye en realidad la destinación inalienable de la Iglesia como “gran hospital”
En la doctrina cristiana, la muerte no es existenciariamente la cesación de toda otra posibilidad, sino la condición de alejamiento o negación del ser de Dios, o sea, la imposibilitación, practicada no por Dios sino por el ser humano mismo desde su libertad esencial, del “ser a semejanza” de Cristo, siendo el hombre sin embargo en cada caso e inevitablemente “a imagen”, por lo cual este estado de negación presupone la presencia de la “angustia” como experiencia de la contradicción esencial que sufre el ser humano que ha decidido “plenificar” su “estado de yecto hacia la trascendencia” como “negación de Dios”: la experiencia de “ser a imagen” de Cristo y de vivir en “negación de esa imagen”, existiendo no “a semejanza”, sino “a de-semejanza” de Cristo.
En este punto pensamos en el tema del “infierno” como castigo eterno de Dios, tema que, quizás más que ningún otro, ha generado disputas, manipulaciones pseudopastorales y malas interpretaciones en el seno de la Iglesia, y, en general, en muchos círculos de personas ilustradas, y no tan ilustradas. No siendo éste el espacio para adentrarnos en una discusión tan delicada, quiero sólo referirme a algunas perspectivas, en esencia coincidentes, en torno a éste álgido tema. Por un lado, existe el conocido apotegma de San Juan Crisóstomo, el cual afirma - en un esfuerzo por captar el sentido de la “condenación de Dios hacia el hombre, frente al infinito amor del Padre, “que entregó a su Hijo único, no para condenar al mundo, sino para que por Él se salve el mundo”, y del amor del Hijo que en el centro de la experiencia de la Cruz, pidió al Padre: “perdónalos Padre, porque no saben lo que hacen”-: “El infierno no es sino el infinito amor de Dios que el hombre no puede soportar”. No cabe duda que, en esta visión del Santo, la fuerza recae sobre la libre decisión del ser humano para optar por la “negación o alejamiento de Dios” desde el ejercicio de su esencial libertad. Por su parte, san Isaac se refiere al infierno, desde el momento del juicio, como el amor de Dios que quema al “pecador”, o sea, al que ha dejado de amar a Dios: Ciertamente, el amor actúa en su poder conforme a dos maneras: castigando a los pecadores..., alegrando en sí a los que han guardado las cosas debidas.”, y afirma más adelante: “Está fuera de lugar pensar que los pecadores en el infierno carecen del amor de Dios” .
El fundamento de toda esta visión es el infinito, ilimitado, irreductible y absolutamente libre –independiente del hombre- amor de Dios. En sus discursos sobre la santa Pascua, el propio san Gregorio de Nisa se refiere a la liberación incluso de los diablos –otro tema es que éstos acepten libremente, o rechacen, esta infinita dispensación de amor- . Y san Máximo el Confesor, impresionado ante la infinita condición del amor divino, y previendo una errónea comprensión del mismo por parte de personas espiritualmente poco ilustradas, exhorta a “honrar en silencio esta realidad, pues el espíritu de la masa no es capaz de captar la profundidad de las palabras...No es prudente exponer ante los imprudentes la visión del abismo de la misericordia” . En este ámbito, son conocidas las inspiradas palabras de san Antonio:
"La restauración no es una enseñanza, sino la súplica por la salvación de todos los seres humanos excepto yo el necesitado, porque el infierno sólo existe para mí.”
El propio Eudokimov hace referencia a dos puntos esenciales en la cuestión que nos ocupa: el del Juicio Final, y el de la “oficialidad” de la duración (eternidad o no) del infierno. Respecto al primer elemento, Evdokimov se sustenta en la autoridad de otro gran teólogo, el padre Sergio Bulgakov, respecto a la exégesis del conocido pasaje de Mateo 25:31-46, cuando afirma:
Puede verse de modo más interior el sentido del Juicio como de un diálogo, no entre seres humanos, sino más bien dentro de cada ser humano. Así, según este punto de vista, lo referido a la destrucción, a la nihilización, a la segunda muerte, se referirían no a los seres humanos, sino a los elementos demoníacos que los mismo tiene dentro de sí.
Esta interpretación se mantiene sin dudas esencialmente fiel al sentido del ilimitado amor de Dios manifestado en su Hijo. Respecto a la cuestión de la “oficialidad” o “conciliaridad” de la doctrina de la “eternidad” del infierno, Evdokimov, después de explicar el sentido del “tiempo” en la tradición hebrea , refiere los hechos históricos de que:
El Quinto Concilio Ecuménico nunca examinó la cuestión de la duración de las penas del infierno. El emperador Justiniano (el cual, en este caso, recuerda a los “justos” de la historia de Jonás, que quedaron decepcionados porque el castigo no alcanzó a los culpables) presentó al patriarca Miná en 543 esta enseñanza como una doctrina personal. El patriarca la utilizó para elaborar tesis contra los neorigenistas y el papa Virgilios la confirmó. Sólo por error se adjudicó esta doctrina al Quinto Concilio Ecuménico: esta enseñanza no constituye sino una opinión personal, mientras que, por el contrario, la enseñanza opuesta de san Gregorio de Niza – la cual afirma incluso la posibilidad de liberación de los demonios por parte del amor de Dios- no fue condenada nunca. La cuestión permanece abierta, dependiendo quizás sólo del amor humano.”
Estas profundas palabras del teólogo ruso deben ser escuchadas especialmente en nuestro tiempo, cuando se ha acentuado exageradamente el miedo como modo de “acercamiento” y de “respeto” a Dios y a su Iglesia –el propio teólogo refiere que “el argumento pedagógico del miedo ya no funciona en el mundo contemporáneo” , cuando lo “exterior”, la pura “forma”, la “letra”, cobra muchas veces preeminencia frente al amor, la misericordia, la comprensión y la economía de la Gracia, cuando se ha interpretado al ser humano en clave de “moralidad” más que como dínamis en pos de su realización ontológica como “imagen y semejanza” de Cristo, y a la misión misma de la Iglesia como mera “producción de valores culturales”, y frente a la crisis de sentido que enfrenta el mundo de hoy, de manera que nos sea posible superar el inminente peligro de la incomprensión, por parte de muchos santos miembros de la Iglesia, de los “signos de nuestro tiempo” – en cuyo centro están el ser humano y su libertad de conciencia-, mostrando la gloria infinita de nuestro Dios y Salvador Jesús Cristo, en el diálogo sincero y la oración constante en pro de la restauración escatológica del mundo. Por último, para cerrar nuestra aproximación al tema del infierno, y su temporalidad desde la perspectiva ortodoxa, el también teólogo ruso Giorgos Florovsky, en su libro Creación y Liberación, refiere que:
Ciertamente, la existencia del Infierno, o sea de la negación raigal de Dios, significa, de alguna manera, cierto “fracaso” del proyecto creador. Sin embargo, se trataba de mucho más que de un simple proyecto, de un plano, de un ejemplo. Se trataba de la vocación a la existencia, y más aún ‘al ser’, de las personas vivas […] El problema es que el Infierno ya existe. Su existencia no depende de la decisión divina. El Infierno es creación de las criaturas mismas. Es creación humana, extraña, de alguna manera, al ‘orden de la creación’.
El término “católico” (del griego kaqolikovn) significa "universal", el cual se aplica a la Iglesia en esencia porque su eujaggevlion está dirigido a todos los hombres de todos los lugares, civilizaciones, tiempos y pueblos, pues no es exclusiva de ninguna raza ni cultura, está abierta para todo aquel que desee unirse a ella , y posee en plenitud la Gracia y los medios sacramentales para la salvación de sus fieles. Cabe decir además que el término “católica”, no indica únicamente carácter geográfico, sino que trasciende las coordenadas de tiempo y espacio y que su doctrina resulta esencial para la plenificación de todo ser humano en cuanto tal: “Porque en un solo Espíritu hemos sido bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.”
Por otro lado, como ya explicábamos, la unidad – o si se quiere, unicidad- de la Iglesia se fundamenta precisamente en la dimensión interior de su catolicidad. Por ello, es necesario establecer una importante distinción entre este elemento que llamamos catolicidad de la Iglesia, y su condición de ecumenicidad. De acuerdo con la tradición Ortodoxa, cuando hablamos de catolicidad no nos referimos a la extensión o expansión horizontal, o sea, meramente geográfica del Cuerpo de la Iglesia. Por catolicidad se entiende la condición intrínseca misma de la Iglesia como Cuerpo de Cristo y organismo soteriológico, que porta y transmite en su propia naturaleza la doctrina y la praxis terapéuticas que garantizan a todo ser humano la restauración de su “semejanza” con Cristo, sobre la base de su “ser a imagen”. Pavel Evdokimov refiere al respecto:
El término “Católica” (del griego kaq j o{lou) – secundum totum, quia per totum est – expresa una totalidad, que no es geográfica, horizontal, cuantitativa, sino vertical, cualitativa, contraria a cualquier tipo de seccionamiento del dogma. La frase “donde está Cristo Jesús, ahí está la Iglesia Católica” muestra esta unidad de la plenitud del Cuerpo, la cual no depende en lo absoluto de condiciones históricas, locales ni cuantitativas.
A esta noción ortodoxa de catolicidad de la Iglesia corresponde la idea de la “Iglesia eucarística” , la cual afirma que el “lugar”, el “topos” propio de la Iglesia se sustenta en la experiencia de la Presencia de Cristo como eucaristía, no en la figura preeminente de un Obispo que se asiente en un referente “geográfico” constituyéndose centro del Cuerpo eclesiológico. En este último sentido, la Iglesia se interpreta sólo como un organismo universal, cuyos componentes, las iglesias locales, no son más que miembros del cuerpo general.
Al respecto explica Pavel Evdokimov:
La idea de la universalidad (el universalismo) contiene en sí por naturaleza también la idea del centro: conduce lógicamente hacia un centro de plenificación y manifestación bajo la forma de una autoridad jurisdiccional enhipostática de tipo único (como por ejemplo el papa de Roma).
Lo anterior supone una distinción axiomática entre los Obispos, en cuanto a jerarquía y “participación” en el misterio pneumatológico de la Iglesia de Pentecostés. Según ello, el apóstol Pedro tendría aún una posición preeminente entre el resto de los apóstoles, y, con ello, su sucesor histórico, el papa de Roma, sería heredero de esta dignidad petrina, proclamado como “vicario” de Cristo sobre la tierra. Además, en calidad de infalible “ex cátedra” y de “pontífice”, o sea, creador del puente (del latín pons, pontis) entre la Gracia redentora y la humanidad redimida, el papa de Roma sería el centro, el lugar de cohesionamiento eclesiológico, y el principio de autoridad dogmática del cuerpo eclesiástico, en tanto representante del Espíritu Santo, por encima incluso de la unión conciliar del sínodo de los obispos. A partir de lo anterior, la Iglesia adquiere una estructura de organización vertical de su “catolicidad”, donde el Obispo de Roma es “centro” y las restantes iglesias locales constituyen “partes” o “miembros” del mismo, y de expansión horizontal en cuanto a su ecumenicidad, en la medida en que desde este centro la Iglesia “crece” como ramificación de la autoridad concentrada en la figura del Obispo de Roma.
La eclesiología eucarística, propia de la Iglesia Ortodoxa, interpreta por su parte,
la palabra “iglesia” en el sentido del pueblo de Dios, que ha sido llamado para reunirse, no ya en el Templo del Antiguo Testamento, o sea en un centro localizado, sino en el Cuerpo de Cristo. La plenitud de la Iglesia fue dada en la Eucaristía, lo cual significa que cada verdadera unidad eucarística, que tiene al Obispo como cabeza, dispone de la total plenitud de la Iglesia de Dios en Cristo.
En cada cronotopos eucarístico, es decir, en cada comunidad en que se consagren los Santos Dones del Cuerpo y la Sangre del Cristo, se hace patente la totalidad de la Iglesia, y se manifiesta la plenitud de la Gracia, en tanto que el sacrificio redentor y la resurrección del Señor no se limitan ni privilegian según el lugar geográfico ni la dignidad de algún lugar santo o sagrado, sino que se otorgan por igual según la misma Gracia a todo el Cuerpo eclesiológico que lleva a Cristo como su Cabeza, representado en la figura del Obispo, y que se reúne en torno a la Mesa Santa para celebrar el sacrificio eucarístico, el cual no es sólo “remembranza” o “recordación” de la Cena Mística que presidió Jesús con sus discípulos antes de su Pasión, sino que “actualiza” místicamente el cronotopos, o sea, las coordenadas soteriológicas de tiempo y espacio de la Cena en el tabernáculo de Jerusalén, y realiza el culto espiritual (hJ logikhv latreiva) que corresponde a la nueva creación, a la hora, que ya llega, en que,
ni en este monte, ni en Jerusalén, adorarán al Padre (...), llega la hora en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben adorar en espíritu y verdad.
Esta trascendencia, en la adoración espiritual, de todo enrizamiento tópico-geográfico de la Iglesia constituye el carisma de Pentecostés, cuando la Iglesia recibe su fundamento desde Dios mismo en el Espíritu Santo, pero a su vez se pro-yecta hacia la oijkoumevnh por medio de la acción apostólico-misionera. En este sentido, san Gregorio de Niza define con extraordinaria precisión:
El Espíritu diseminó a los apóstoles por toda la tierra: ahora ningún lugar, ni siquiera el más santo, tiene la preeminencia: si ciertamente el Espíritu sopla donde quiere, entonces también los que han creído devienen partícipes de la gracia según la proporción de la fe, no según la visitación a Jerusalén.
En Su Cena Mística, el propio Señor dice que su sacrificio es “por muchos para el perdón de los pecados.” En el momento de la muerte de Nuestro Señor, nos dice el propio evangelista que “el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo...” , en señal de que el antiguo culto mosaico quedaba superado y plenificado por Cristo en el culto incruento de la mistagogía litúrgica, con lo cual quedaba abierto el camino hacia el Misterio de la redención a todas las razas y naciones, sin restricciones de ninguna especia, en tanto que Dios escogía para sí a toda la Humanidad unificada en su Hijo: “Id, pues, y haced discípulos a todas las naciones bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.” , y, además: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación.”
Es por ello que, en su esencia, la Iglesia Ortodoxa es misionera, y se reconoce llamada a llevar y presentar a los hombres su doctrina universal más allá de toda diferencia cultural y racial: “Los que os habéis bautizado en Cristo, os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío, ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer; ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.”
Es También en este espíritu que ya en el Primer Concilio Ecuménico de Nicea, los Padres condenan explícitamente toda forma de “filetismós”, de “etnocentrismo”, o sea de identificación de la Iglesia y su capacidad soteriológica como forma definitiva de la obra soteriológica de Dios, con alguna raza, cultura o tradición nacional en específico, precisamente por la condición de catolicidad esencial del Cuerpo de Cristo centrado y fundamentado en la Eucaristía como plenitud de la Gracia y totalidad presente de la Iglesia, y de ecumenicidad, como expansión geográfica de este Cuerpo Místico en el seno de la historia hacia todo cronotopos, sin distinción ni límites de tipo antropológico-culturales, e interactuando con las condiciones socio-culturales concretas que impone el horizonte histórico en que se hace presente la Iglesia. El “Pueblo Elegido”, el “Israel”, es ahora la Iglesia triunfante sobre la piedra angular que es Cristo , orientada escatológicamente hacia su destinación trascendental: la deificación del ser humano y la restauración de la Creación por medio de la resurrección universal. Así expresa el apóstol Pablo:
Cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquél que ha sometido él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos.
La Iglesia Católica Ortodoxa, así como también sin dudas la Iglesia Católica Romana, conserva sin interrupción la Doctrina y la sucesión de los dones del Espíritu Santo, desde el tiempo de los Apóstoles. El Señor reviste a todos sus apóstoles de la misma dignidad apostólica, cada uno de ellos es por igual heredero de la Gracia del Espíritu Santo, como queda claramente expuesto en Pentecostés, donde “Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos: se llenaron todos del Espíritu Santo...” Cuando da las instrucciones apostólicas, el Señor se refiere por igual a todos sus discípulos: “A estos doce envió Jesús, después de darle estas instrucciones...”
En esta sucesión de Gracia a través de los Obispos-Apóstoles, se fundamenta el sentido de la Tradición, de la cual ya se tiene plena conciencia desde los años mismos de la predicación del apóstol San Pablo. En su primera epístola a los Corintios, el apóstol dice: “Os hago saber, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permaneceréis firmes...” , y, en su segunda Epístola a Timoteo, lo exhorta: “Tú, pues, hijo mío, mantente fuerte en la gracia de Cristo Jesús; y cuanto me has oído en presencia de muchos testigos confíalo a hombres fieles, que sean capaces, a su vez, de instruir a otros.” A los Corintios además les dice: “Porque yo recibí del Señor lo que os transmití” . De este modo, el telos de la sucesión apostólica es la enseñanza de la doctrina y la dispensación de la Gracia santificante a través de los Misterios sacramentales.
En este punto en importante señalar que en la constitución posterior de la Iglesia se instituye el carácter “conciliar” de la misma, en tanto la autoridad máxima, en el orden dogmático y canónico, recae siempre en la sínaxis de los Patriarcas y Obispos, y no sobre las espaldas de un Patriarca u Obispo en particular dotado de especiales atributos administrativos. Se conoce que, históricamente, una de las causas esenciales del Cisma de 1204 fue la autoproclamación del Obispo de Roma como “Pontífice” y “Vicario de Cristo”, doctrina que la Iglesia Ortodoxa se rehúsa a aceptar sobre la base del testimonio histórico de la Iglesia primitiva, de las referencias patentes en el Nuevo Testamento respecto a la posición de los Apóstoles y en especial del apóstol Pedro, y de la exégesis practicada por los Santos Padres en torno a la conciliaridad de la Iglesia y el lugar de los Obispos como sucesores de los Apóstoles. Piénsese en este punto solamente en las referencias dadas por el propio apóstol Pablo en su Epístola a los Gálatas (Gál. 2:11-21), respecto a las contradicciones que existían entre él y el gran apóstol Pedro en torno al tema de las tradiciones judías y gentiles y el Cristianismo como “creación nueva” -que diría el propio Pablo-, y el modo enérgico y decidido –“me enfrenté con él cara a cara” (Gál. 2:11)-, fundado en la autoridad que el Espíritu Santo le concedía, con que el apóstol Pablo hace frente a Pedro para corregirlo en su postura, que afirmó “era censurable” (Gal. 2:11), de conducirse de manera diferente ante judíos (circuncisos) y ante gentiles (incircuncisos).Esta controversia resultó esencial para el desarrollo de la conciencia eclesiológica y teológica posterior de la Iglesia, pues queda clara la nueva teología de la Gracia y la exposición de lo que Pablo llamó “la libertad que tenemos en Cristo Jesús” (Gál. 1:4) .
Por otro lado, en los siete primeros Concilios- llamados “ecuménicos” por haberse realizado antes del Cisma del 1204- queda puesto claramente de manifiesto que la auctoritas de la Iglesia recae precisamente en el Concilio y sus decisiones, no en sólo uno de los elementos que lo constituyen, ya sea un Obispo, un Patriarcado o un Patriarca, doctrina que tiene el mismo valor para cada Sucesor apostólico, incluido el Obispo de Roma. No cabe duda que desde el inicio de la vida de la Iglesia como institución “oficial” dentro del Imperio, el Obispo de Roma fue honrado con la distinción de primun inter pares (ello es, prw`to" metaxuv i{swn), pero queda totalmente claro por la documentación histórica y la praxis de la Iglesia como tradición, que ello no tenía ninguna implicación de carácter administrativo ni teológico, y que , como se observa en las conclusiones de los Siete Concilios Ecuménicos, la autoridad de la Iglesia en el orden canónico, administrativo y por supuesto dogmático recaía en la plenitud del Concilio de los Obispos, y no en uno sólo de ellos ni en una sola Sede apostólica.
III. Dimensión Histórica
Después de una revisión histórico-eventual e histórico-textual, queda absolutamente claro que, durante muchos siglos, no existió la Doctrina del Pontífice como Sucesor de Pedro, o sea, la Teología Petrina, sino que, por el contrario, todos los Padres sin excepción interpretaron en la Piedra de Mateo , no la persona individual de Pedro, lo cual pone en crisis la noción eclesiológica de Cristo como Cabeza absoluta, meta- e intra-histórica, de la Iglesia, sino la confesión que Pedro formula, reconociendo a Cristo como verdadero Hijo de Dios, y roca verdadera sobre la cual se edifica y sobre la cual subsiste la verdadera Iglesia.
Tampoco en la literatura apócrifa, en la que se reflejan realmente, aunque en muchos casos de manera distorsionada, ingenua, o exagerada en detalles no esenciales, los dogmas fundamentales de la fe católica (o sea, la virginidad de la Virgen María, la divinidad de Cristo, el nacimiento en Belén, la legitimidad de venerar al Señor y a los Santos en imágenes, etc.), no se hace mención alguna de lo que podría ser al menos vestigio de Doctrina Petrina. Por el contrario, existen los textos apócrifos de los Hechos de Pedro y los Hechos de Pablo, entre otros, donde habría sido una buena oportunidad para destacar la superioridad petrina sobre el Apóstol de los Gentiles y el resto de los apóstoles, pero tampoco esto sucede, más bien se narra aquella historia de un Pedro que una vez estuvo al borde de renegar de su Señor, por evitar el martirio que inevitablemente le esperaba en Roma, nos referimos a la conocida historia del “Quo vadis, Domine”, Pouv suv, Kuvrie?, en su original griego, o sea, ¿A dónde vas, Señor?
Por su parte, a lo largo de todo el texto canónico de los Hechos de los Apóstoles, como ya vimos no sólo no se aprecia ningún elemento que indique, de manera racional y lógica, y no arbitraria o impuesta desde el poder, la supuesta superioridad teológico-eclesiológica del Apóstol Pedro, sino por el contrario, el día de Pentecostés, el Espíritu Santo ilumina a todos los Apóstoles por igual ; y, además de ello, en algunos pasajes Lucas, con asombrosa sinceridad, refiere la firme oposición de Pablo ante Pedro cuando se trataba de cuestiones concernientes a la fe y la nueva dimensión del Cristianismo frente a la tradición judío-mosaica, lo cual habría resultado imposible en caso de haber sido Pedro “Papa infalible”, o en dado caso “absoluto Pontífice” de la Iglesia primitiva. El texto muestra claramente que no lo era. Por tanto, ¿cómo los sucesores de Pedro pueden heredar de él una especial dignidad eclesiológica, y una dimensión dogmática supra-conciliar que el propio Pedro no tenía? Además, si bien el Señor le anunció a Pedro que le entregaría las llaves del Reino de los Cielos , lo cierto es que no lo hace hasta que no reúne a todos los apóstoles e instituye el Sacramento de la Confesión, donde, en última instancia, se evidencia una vez más que esta autoridad fundamental fue dispensada a todos los Apóstoles por igual, sin especial consideración a Pedro.
Por otra parte, observando la historia eventual de la institución vaticana, se ha patentizado con creces el hecho de que, a través de las sucesiones papales, ha habido contradicción entre los propios pontífices respecto a temas doctrinales, ya tratados directamente como teológicos o morales, ya vinculados a otros campos del saber y la praxis humanos, como la ciencia, la tecnología, la política, etc., lo que en reiteradas ocasiones llevó a que muchos Papas se pronunciaran “ex cátedra” respecto a temas que francamente desconocían, o que era, dado el horizonte histórico de la época en cuestión, imposible para ellos conocer. Tal es el caso del proceso de Santa Juana de Arco, acusada de bruja y hereje, y condenada a la hoguera por el Santo Oficio, o de Giordano Bruno, condenado por sus ideas heréticas, pero hoy reconocido como un pensador significativo en el proceso del desarrollo científico occidental, o, aún más paradigmático, tenemos el caso de Galileo Galilei, condenado por el Santo Oficio a la hoguera por el hecho de indicar que, tácticamente, la tierra gira alrededor del sol, aunque, como sabemos, se libró finalmente de ella ocultando y negando sus propios descubrimientos científicos, y todo ello con la venia oficial del Vaticano, o sea, con la confirmación “ex cátedra” del Pontífice.
Respecto a elementos más concretamente teológico-doctrinales, baste referir que el Papa Víctor (192) en un inicio aprobó “ex cátedra” el Montanismo y después “ex cátedra” lo condenó; Marcelino (296-303) era francamente un idólatra; el Papa Liborio (358) consintió en la condenación de Atanasio el Grande, héroe del Primer Concilio Ecuménico y posteriormente Patriarca de Alejandría; más adelante el Papa Eugenio IV (1431-1439) aprobó el Concilio de Basilea y la restitución del cáliz a la Iglesia de Bohemia; lo cual fue revocado poco tiempo después por el Papa Pío II (1458); el Papa Adriano II (867-872) declaró válido el matrimonio civil, pero Pío VII (1800-1823) lo condenó y cambió la anterior decisión pontifical. Y otros dos hechos significativos por su importancia respecto a la cultura Occidental: el Papa Sixto VII (1585-1590), quizá influido por el espíritu del Renacimiento y la dolorosa realidad de la Reforma, publicó una edición de la Biblia, y con una bula recomendó su lectura, mientras que unos siglos más tarde el Papa Pío VII condenó su lectura. Por último, el Papa Clemente XIV (1700-1721) abolió oficialmente, por razones fundamentalmente políticas, la Compañía de Jesús en toda Europa (salvándose la Compañía, como se sabe, en tierra ortodoxa, en Rusia, bajo la égida de Catalina la Grande), pero posteriormente de manera justa Pablo III y Pío VII la restablecieron.
Lo anterior revela la contradictio in presentiae de uno de los pilares de la teología petrina tal como se nos presenta hoy, a saber, la “infalibilidad papal”.
No tiene por otra parte sentido referirse al hecho de las contradicciones políticas que han afectado a la institución petrina a lo largo de su historia, y que provocaron incluso que, en determinado momento de la historia de la Iglesia en su relación con las naciones europeas y los absolutismos monárquicos, existiesen al mismo dos cabezas visibles de la Iglesia de Cristo sobre la tierra, una en Italia y la otra en Francia.
Con lo anterior no pretendemos en lo absoluto ofender la Cátedra de Roma, ni tampoco ocultar que, de igual manera, muchos Patriarcas constantinopolitanos se vieron involucrados en errores doctrinales y pretensiones universalistas – aunque naturalmente con la diferencia de que tales Patriarcas experimentaron la resistencia de la Ortodoxia, y de manera oficial nunca proclamaron su propia infalibilidad-, se trata sólo de exponer la imposibilidad de aceptar como institución legítima la figura del “pontífice” con sus prerrogativas, en especial, la que le confiere infalibilidad “ex cathedra”.
La Iglesia Ortodoxa reconoce, y ha reconocido siempre, al Obispo de Roma como “primun inter pares”, en su correspondiente primacía honorífica, la cual comparte desde el Cuarto Concilio Ecuménico de Calcedonia con la Sede de Constantinopla.
IV. Perspectiva Dialógica y Ecuménica
Como es sabido, entre el siglo X y el XI (un historiador y teólogo de la talla de Jean Meyendorff afirmaría que el Cisma se produjo realmente después de 1204, año en que la Cuarta Cruzada, “de los venecianos”, ataca, saquea y prácticamente destruye Constantinopla, y además comete sacrilegio contra la Sede Patriarcal de Constantinopla, colocando hasta el año de 1261 a un vulgar soldado romano, elegido de entre la chusma, como “Patriarca Ecuménico”) la Catolicidad experimentaría una de sus más grandes tragedias: el gran Cisma de las Iglesias. Como vimos, hasta ese momento, la Cristiandad unida rendía especial honor al Obispo de Roma, al cual le llamaban “Papa”, así como al Obispo de Constantinopla, que ya entonces era llamado “Patriarca Ecuménico”. El Papa de Roma era el jerarca de las Iglesias de Occidente, y el Patriarca Ecuménico lo era de la Iglesia de Oriente.
Poco a poco, sin embargo, fueron ahondándose los diferentes problemas, controversias y desencuentros ya existentes entre el Cristianismo de Oriente y de Occidente. Y estas diferencias, junto con la intervención personal de algunos Papas y Patriarcas, llegaron a acrecentarse hasta dar al traste con la unidad de la Iglesia.
Las causas fundamentales del Cisma fueron, de acuerdo a la Doctrina y la perspectiva histórico-conciliar de la Iglesia Ortodoxa, las siguientes:
1. Diferencias dogmático-teológicas. En realidad, la diferencia dogmática más importante entre las Iglesias es la referida al “filioque”, o sea, a la afirmación de que el Espíritu santo proviene “del Padre y del Hijo”. La Iglesia Ortodoxa cree que el Espíritu Santo procede sólo del Padre (Jn. ) de acuerdo a la decisión del Segundo Concilio Ecuménico (381 D.C.).
2. La primacía del Papa. Durante años se fue desarrollando en Occidente, bajo las narices de los patriarcados orientales, la teología papal “petrina” de Roma, según la cual, el Obispo de Roma, tendría preeminencia dogmático-apostólica, no sólo honorífica, otorgadas por el mismo Señor, sobre el resto de los Patriarcas, lo cual, por carecer de sentido doctrinal, dogmático, histórico y eclesiológico, y además por afectar por esencia el sentido católico-conciliar de la Iglesia de Cristo, fue rechazado por el resto de la Iglesia Oriental.
3. Diferendos político-culturales. El desarrollo en Occidente, primero, del Sacro Imperio Romano, fundado por Carlomagno, y posteriormente del Sacro Imperio Romano-Germano de Occidente, iniciado en la casa de los Ausburgos, por Oton I de Bruswick, así como en Oriente del Imperio de Bizancio, que tenía como sede la ciudad de Constantinopla, trajeron como consecuencia lógica la generación y el desarrollo de diferencias políticas y culturales que también contribuyeron decisivamente al progresivo distanciamiento de ambas Iglesias y Tradiciones.
El peligro cismático se cierne sobre la Iglesia con gravedad ya en el año de 1054, en especial por la política pedestre y eurocéntrica de Federico II, y a pesar de los esfuerzos realizados por el Papa León XIX y el Patriarca Miguel Celulario para impedirlo, pero, como afirmábamos cintando a Meyendorff, se completa en el 1204, como consecuencia de la Cruzada de los Venecianos dirigida contra el corazón de la Cristiandad de Oriente: la Ciudad Santa de Constantinopla.
La Iglesia Ortodoxa, sin embargo, ora continuamente de manera auténtica y sincera por la ansiada Unidad de las Iglesias. Ello se ha evidenciado desde los primeros pasos dados en pro de esta reunificación eclesiológica, por el Patriarca Ecuménico Atenágoras, y, por la inspiración del Santo Espíritu de Dios, ya se han dado pasos de suma importancia en esta dirección. En el 1965 el Papa Pablo VI y el mismo Patriarca Ecuménico Atenágoras, levantaron los antiguos “anatemas” que pesaban sobre ambas Iglesias. Por su parte, el Papa Juan Pablo II y actual Patriarca Ecuménico Bartolomé, dieron continuidad al legado de sus ilustres predecesores, y éste último continúa haciéndolo, al presente a través de un sincero acercamiento al Papa Benedicto XVI, el cual, al menos en apariencias, ha respondido de manera positiva a este llamado de Oriente, dando muestras de ello al firmar, como mostramos anteriormente, la Declaración de Constantinopla junto con el Patriarca Ecuménico Bartolomé. Esperemos que este reciente documento emitido por la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe, no sea el comienzo de un retroceso, de un “giro pro-cismático” del Vaticano, el cual pudiera afectar severamente el esfuerzo dialógico ecuménico, no sólo con la Ortodoxia sino en general con el resto de las Iglesias y Confesiones Protestantes, sino que, por el contrario, no signifique más que una simple “toma de posición”, (aunque errada), a partir de la cual continuar este diálogo conjunto, siendo consecuentes, no con actitudes absolutistas ni teoaristocráticas, sino con la auténtica tradición teológico-conciliar y con la enseñanza patrística, siempre en torno a la conciencia conciliar y a la gracia paneclesiológica y panapostólica de Pentecostés.
<b>Padre Atanasio Inti Yanes, Presbítero,
Ciudad de México, 24 de julio de 2007.
"Entre Cielo y Tierra"
Was der Alten Gesang von Kindern Gottes geweissagt,
Siehe! wir sind es, wir; Frucht von Hesperien ists!
Wunderbar und genau ists als an Menschen erfüllet,
Glaube, wer es geprüft! aber so vieles geschieht,
Keines wirket, denn wir sind herzlos, Schatten, bis unser
Vater Aether erkannt jeden und allen gehört.
Aber indessen kommt als Fakelschwinger des Höchsten
Sohn, der Syrier, unter die Schatten herab.
Seelige Weise sehns; ein Lächeln aus der gefangnen
Seele leuchtet, dem Licht thauet ihr Auge noch auf.
Sanfter träumet und schläft in Armen der Erde der Titan,
Selbst der neidische, selbst Cerberus trinket und schläft.
Hölderlin, Brot und Wein
("Lo que el canto de los antepasados predijo de los hijos del Dios,
¡Mira! Nosotros somos, nosotros; ¡es fruto de las Hespérides!
Maravillosa y exactamente se ha cumplido en los hombres,
¡Crea el que lo haya comprobado! Pero tantas cosas suceden,
Ninguna produce efecto, pues somos sin corazón, sombras, hasta que nuestro
Padre Éter haya sido reconocido por cada uno de nosotros y escuchado por todos.
Pero entre tanto viene blandiendo la antorcha del Altísimo
El Hijo, el Sirio, que desciende a las sombras.
Los bienaventurados lo ven; una sonrisa brilla desde la encarcelada
Alma, su ojo se abre todavía a la luz.
Serenamente sueña y duerme en los brazos de la tierra el Titán,
Aún el envidioso, aún Cerbero bebe y duerme.")
Este blog se concibe con el fin de promover un espacio de diálogo y encuentro, más allá, y con independencia, de opciones ideológicas, religiosas o políticas, siempre que éstas no se dirigan expresamente a la destrucción, la de-valuación sistemática o la indignificación de la persona humana.
El objetivo es manifestar, crítica y/o apologéticamente, criterios, ideas, utopías y proyectos en torno a la condición existenciaria propia del ser humano, y de todo el orden temático que de ello deriva, el cual, naturalmente, abarca todo el horizonte de la vida, la acción y el pensar humanos.
Desde la reflexión científica, la indagación filosófica, la proposición teológica, la postura política e ideológica, hasta la más espontánea expresión de la propia experiencia de "ser en el mundo"...toda esta riqueza intrínseca a la dimensión ontológica de la persona humana, constituye un contenido potencial de este blog.
El pensar: crítico y libre.
El criterio: respetuoso y personal.
La verdad: un espacio de experiencia y un camino entre "cielo y tierra", porque entre el origen (que es destino) y el destino (que es origen) habita el hombre, expuesto a sí mismo como duda, como contradicción, como terrenalidad y trascendencia. Se trata de dos dimensiones que constituyen una esencia; dos momentos que se manifiestan, sin embargo, en una prístina unidad. Sólo desde esta dimensión "entre cielo y tierra", consciente de sí a través de la mirada de Dios, puede el hombre comprender, en auténtica profundidad y sentido, su propia existencia.
Siehe! wir sind es, wir; Frucht von Hesperien ists!
Wunderbar und genau ists als an Menschen erfüllet,
Glaube, wer es geprüft! aber so vieles geschieht,
Keines wirket, denn wir sind herzlos, Schatten, bis unser
Vater Aether erkannt jeden und allen gehört.
Aber indessen kommt als Fakelschwinger des Höchsten
Sohn, der Syrier, unter die Schatten herab.
Seelige Weise sehns; ein Lächeln aus der gefangnen
Seele leuchtet, dem Licht thauet ihr Auge noch auf.
Sanfter träumet und schläft in Armen der Erde der Titan,
Selbst der neidische, selbst Cerberus trinket und schläft.
Hölderlin, Brot und Wein
("Lo que el canto de los antepasados predijo de los hijos del Dios,
¡Mira! Nosotros somos, nosotros; ¡es fruto de las Hespérides!
Maravillosa y exactamente se ha cumplido en los hombres,
¡Crea el que lo haya comprobado! Pero tantas cosas suceden,
Ninguna produce efecto, pues somos sin corazón, sombras, hasta que nuestro
Padre Éter haya sido reconocido por cada uno de nosotros y escuchado por todos.
Pero entre tanto viene blandiendo la antorcha del Altísimo
El Hijo, el Sirio, que desciende a las sombras.
Los bienaventurados lo ven; una sonrisa brilla desde la encarcelada
Alma, su ojo se abre todavía a la luz.
Serenamente sueña y duerme en los brazos de la tierra el Titán,
Aún el envidioso, aún Cerbero bebe y duerme.")
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El criterio: respetuoso y personal.
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martes, 2 de noviembre de 2010
Exposición sobre el Tema “Pontificado y Conciliaridad de la Iglesia”, a propósito de la publicación del texto “Respuestas a ciertas preguntas acerca de ciertos aspectos de la doctrina sobre la Iglesia”, el 13 de julio de 2007, por la Congregación Vaticana para la Doctrina de la Fe, (17 de Julio de 2007)
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