De la Ontoteología a la Ontopoiésis I
El fin de la ontoteología
Si hay algo de peculiar e irreversible que podamos señalar en nuestro tiempo, en materia filosófica, es el acabamiento total de la “onto-teología” como forma confiable de conocimiento cierto, ello es, de todo intento de poner ante los ojos, bajo la forma del concepto y de las categorías sustancialistas, mediante el “órganon” lógico, ya formal, ya dialéctico, el Ser de los entes como “presencia” (Παρουσία, Anwesenheit) en el horizonte temporal de la relación sujeto-objeto.
Cuando hablamos aquí de “acabamiento”, de “fin”, no queremos decir simple “suspensión” en el tiempo, lo que además podría suponer un renacer futuro del meditar onto-teológico, sobre las mismas categorías, más o menos reinterpretadas o reformuladas; tampoco suponemos la brusca y arbitraria destrucción de un proceso aún falto de su precursada y necesaria plenificación, tarea a la cual se consagra Hegel, según sus propias palabras en la Introducción a la Doctrina de la Ciencia, en la Fenomenología del Espíritu, consistente en hacer que la filosofía, como saber total, deje de ser “amor por el saber”, y llega a ser “saber real”.
Se trata ahora de todo lo contrario. La “ontoteología”, como estrategia histórico-gnoseológica de aprehensión racional y de formulación lógica de la verdad del ser de los entes como presencia, ha alcanzado ya el momenum crítico de su desarrollo, ello es, ha mostrado a través de sí todo lo que propiamente puede dar de sí. Su crisis – o su plenitud....- queda indicada por dos elementos especialmente relevantes:
1. Por un lado, la consciencia, ya ganada, del ser histórico (ello es, de la esencial condición histórica) de todo pensar y de la radical historicidad del hombre como “ser en el mundo” y existencia (Da-Sein).
2. Por otro lado, la consciencia de la relatividad y la mutua insuperabilidad de todos los sistemas teológico-filosóficos, si se mira el fenómeno desde la perspectiva del intento de de-velar en el juicio racional, la forma del ser de los entes como “ante los ojos”.
Esta “consciencia doble”, que implica también autoconsciencia de la crisis actual, determina que la totalidad de los sistemas filosófico-teológicos metafísicos se presente ante la mirada crítica contemporánea bajo el manto de la incredibilidad y la incertidumbre. Más esencialmente, la subjetividad lógico-racionalista, cuyo implícito fundamental consiste en la posibilidad de la auto-reflexión conceptual del ser del suiectum, per natura sua, como sustancia pensante (res cogitans), en cuyo acto cognitivo se da “para sí” la certeza propia absoluta de la legitimidad de su gnosis, ha mostrado ya, en la temporalidad misma de su despliegue histórico, sus límites naturales.
La estructura lógico-epistemológica de la subjetividad racionalista, está fundamentada, a nuestro juicio, sobre cuatro principios fenoménicos fundamentales:
1. Principio de auto-certidumbre absoluta
2. Principio de eficacia científico-tecnológica
3. Principio práctico-emancipatorio
4. Principio de voluntad de dominio
El “principio de auto-certidumbre absoluta” queda planteado de manera definitiva para el pensar occidental en las Meditaciones de R. Descartes. Sin embargo, su formulación clara ya aparece, como fundamento del pensar lógico-conceptual, en Sócrates y Platón, en especial, en la dialéctica anatréptico-constructiva de este último.
Platón coloca la certeza de la verdad del pensar filosofante en el despliegue del pensar mismo, ello es, en la consciencia de las Ideas puras que constituyen, no sólo la esencia gnoseo-epistemológica del pensar, sino además el fundamento óntico-ontológico de todo lo que es, en el sentido de que es, por un lado, lo que permite y garantiza el que un ente sea y continúe siendo en la continuidad auto-coherente de su modo de ser, y, por otro lado, lo que permite que el ente sea visto, aprehendido, según su verdadera forma de ser, según lo que esencialmente es, y no sólo tal y como se nos presenta a la sensibilidad empírica, o al interés práctico. Al respecto explica Martin Heidegger:
Toda idea, es decir, el aspecto de algo, proporciona la visión sobre lo que un ente es en todo momento. De ahí que las ideas, en su significado griego, hacen apto para que algo aparezca en lo que es y, de este modo, puede esencializarse en su constancia.
El pensar mismo, en esencia, no es otra cosa que la re-cuperación de la consciencia de las esencias, la ἀνάμνησις, “anamnisis”, del griego ἀνά “aná” (reiteración, repetición) y μνήμη “mními” (recuerdo). En la aprehensión de las Ideas puras, el pensar no adquiere un objeto de certeza, sino que es él mismo certeza en cuanto auto-identidad del sujeto como espacio de auto-reflexión de las Ideas. El “topos uranion”, al que hace referencia Platón, no está fuera de la subjetividad pensante, es más bien el espacio mismo de la subjetividad pensante, que, por otro lado, no es en lo absoluto “subjetividad” en el sentido moderno de la “dialéctica” de “subjectum-objectum”, sino que constituye el pliegue auto-reflexivo en la continuidad ontológica de los entes; pliegue, en el cual se hace patente y cierto “para sí” la condición propia de todo lo que es, y, en este propio “hacerse patente”, la certeza se presenta como estado natural de la razón conceptual, porque el “concepto” no es “abstracción” a partir de la cosa, sino “la esencia de la cosa misma”, y resulta natural que la esencia de la cosa misma, al auto-reflexionarse en el “topos uranios” del sujeto filosofante, se acompañe de la certeza total del contenido del pensar, ello es, de su propio ser como Idea pura. De esta manera, la certeza respecto al saber en torno al ente, va esencialmente unida a la idea del Bien, dado que el Bien es lo que por excelencia permite aprehender y ver el aspecto real del ente, lo que es realidad es, y ello porque la idea del Bien es la que hace posible que el resto de las ideas permitan ver en el espacio iluminado de su aparición como “resplandor” ontológico, lo quien los entes son en realidad per natura sua.
Por ello, en realidad, el problema de la “certeza” y el “método” se presenta para la filosofía occidental en la Modernidad, donde ya es patente la dualidad, instaurada como condición esencial de la nueva subjetividad del sujeto empírico-trascendental moderno, de “sujeto”-“objeto”, donde la idea del ente no es sino “abstracción” general de la esencia de la cosa en el orden de la razón, aunque no necesariamente toma del ente mismo el principio de la certeza, sino que éste le viene dado a la razón por la condición a priori de sus categorías . Por ello, la razón se ve obligada a buscar el modo de proveerse ella misma de la certeza de su conocimiento.
De hecho, según Platón, como afirmábamos más arriba, el fenómeno que “permite ver”, que permite aprehender al pensar filosofante la realidad de la Ideas puras como sustrato ontológico de todo lo que es, y posibilita que las ideas se manifiesten ellas mismas de acuerdo a su más peculiar modo de ser, ello es, permitiendo ver lo que el ente es en su naturaleza, y sosteniendo el ser del ente como su más propia constitución ontológica, es él mismo una Idea. Esta Idea, que pre-condiciona la aprehensibilidad misma de las Ideas en general, así como su permanencia y constitución óntico-ontológicas, es la Idea del Bien . En Platón, la noción del Bien no es una condición ni una conceptualización propia de la Ética, sino una idea que es la posibilidad apertural del saber, la perceptibilidad racional pura del contenido trascendental de las Ideas, el ser mismo de las ideas en general, y la certeza misma de la verdad del saber auténtico puro, que es la autoconsciencia de las ideas como principios y fundamentos ontológicos absolutos. Heidegger afirma que, en la Modernidad,
La idea del “bien” se presenta como un valor en sí por doquier a la mano, del cual, además, también hay una “idea”. Esta “idea” tiene que ser naturalmente la suprema, pues importa que todo transcurra en el “bien” (ya sea en el bien de una ciudad o en lo bien dispuesto de cierto orden). En el dominio de este pnsar moderno ya no queda nada de la esencia originaria de la idéa toú agathoú de Platón.
Es por ello que en Platón el pensar racional en torno a las ideas puras, trae ya consigo de suyo una respuesta al problema de la certeza: la certeza es la experiencia misma del “bien”, ello es del ver esencial que permite aprehender el ser de las ideas en general y la naturaleza de los entes que son. Dado que el bien es un resplandor, y que a través del Bien las ideas mismas, no sólo se hacen aprehensibles, sino que a través del Bien las ideas se hacen ontológicamente consistentes, la manifestación misma del Bien que permite ver y aprehender, es ya de suyo fundamento y experiencia de la certeza.
“De ahí que la idea de las ideas sea pura y simplemente lo que hace ser apto o sea tó agathón. Este trae todo lo resplandeciente al resplandecer y es, en consecuencia, aquello mismo que propiamente aparece, o sea, lo más resplandeciente en su resplandecer. Es por eso que Platón designa (518 c. 9) al agathón también como toú óntos tó phanótaton, “lo que más se muestra (lo más resplandeciente) del ente.”.
No cabe duda de que este modo de comprender la certeza, difiere con mucho de la comprensión cartesiana del mismo fenómeno, pero resulta igualmente indiscutible que existen elementos esenciales comunes en ambas cosmovisiones con respecto a la certeza, siendo del más importante de ellos el hecho de que la certeza fundamental no se extrae del objeto de la experiencia a través de un proceso de síntesis y experimentación, sino, en lo esencial, del orden mismo de las ideas y los conceptos puros. No es casual el hecho de que, en Descartes, el mundo de los conceptos y las categorías puras constituyan, como también sucede en Kant, pero con un alcance metafísico ciertamente superior, elementos a priori a toda experiencia empírica, y, naturalmente, al ejercicio mismo del pensar discursivo-analítico.
L. Wittgenstein
Uno de los momentos críticos más importantes del principio de total certidumbre propia de la ontoteología tradicional, se presenta en el pensamiento de Ludwig Wittgenstein. En uno de sus aforismos, Wittgenstein afirma que “En la base de toda certeza sistémica bien fundada, se halla la creencia de que no está bien fundada” .
Se puede, sin embargo, anteponer aquí el juicio crítico de que Wittgenstein se refería sólo a la certeza propia de las ciencias positivas. Ello no sería del todo correcto, en tanto Wittgenstein pretende encontrar y de-marcar el límite absoluto del lenguaje asertivo frente a la verdad, y, con ello, de-construir, no sólo la epistemología de las ciencias positivas, sino en general de todo saber que pretenda expresar a través del lenguaje la verdad del sentido del ser en cuanto tal, bajo la forma del concepto y la definición sistemática, y en esta categoría deben contenerse, sin dudas, la Metafísica y la Ontoteología tradicional.
Más allá de este límite, que se hace evidente en el lenguaje asertivo, se abre un mundo en el que los objetos y las experiencias, y el modo peculiar en que éstos se presentan al conocimiento, ya no son susceptibles de descripción racional; no tanto debido a la naturaleza misma de tales objetos, experiencias y conocimientos, sino, esencialmente, como resultado inevitable de los límites intrínsecos a la naturaleza misma del lenguaje. A todo este mundo post-lingüístico, pero igualmente real y peculiarmente experienciable, Wittgenstein lo llamó “Das Mystische” . Según esto, la ciencia sería capaz sólo de mostrar y describir hechos puntuales, así como concatenaciones de hechos puntuales, fundamentados en una sucesión básica de causa-efecto, o, al menos, de consecutividad fenoménica. Esta de-mostración en el lenguaje científico se haría posible a través de los “juicios atómicos” (o juicios simples) y los “juicios moleculares”, de los que ya había hablado B. Russell. Naturalmente, los fundamentos categoriales del pensamiento científico-positivo hasta entonces, así como onto-teológico, quedan bajo la suspicacia crítica y la duda epistemológica del Pensador. Categorías y principios como: “universo” (en el sentido de “unidad autocoherente de la totalidad de los fenómenos, reducibles a una causa primera a través de una concatenación lógico-fenoménica”), relación “causa-efecto”, “principio de la explicación más simple” (la “navaja de Ockham”), etc., son abordados por Wittgenstein, no como condiciones atributivas de los entes o los fenómenos, ni tampoco como atributos de la razón pura, sino básicamente como “categorías lingüísticas” o como prejuicios infundados, suertes de “peticiones de principio” que impone el horizonte epistémico de una época, y que son finalmente elevados al orden de lo óntico-ontológico y de los principios del saber científico.
M. Heidegger
Por otro lado, como expresa Heidegger en su ensayo “La Tarea del Pensar”, la metafísica como ontoteología se edifica básicamente sobre el mismo horizonte epistemológico de las ciencias positivas, aún cuando, naturalmente, desarrolla después sus propias categorías y su propio sistema de demostración y certidumbre. Por lo anterior, continúa Heidegger, con el desarrollo de las ciencias positivas en la Modernidad, y la extensión máxima de las posibilidades gnoseológicas de la metafísica como ontoteología en la Filosofía Clásica Alemana, la propia metafísica se ve desarticulada, o mejor, “superada”, en las ciencias positivas, las cuales asumen, de alguna manera, la mayor parte de los temas que otrora pertenecían sólo al “negocio de los filósofos”. La Antropología, la Sociología, la Bioética, la Psicología, etc., asumen contenidos propios de la experiencia del “ser en el mundo” del “ser ahí”, los cuales en el pasado formaban parte de los objetos de estudio propios de la Metafísica. También desde este punto de vista, la crítica formulada por Wittgenstein conserva su sentido.
Se puede decir en este sentido, que la certeza racional del sujeto ontopensante es todo el tiempo auto-im-puesta, ello es, se auto-coloca a partir de la adopción de determinados principios, los cuales aparecen ya a priori dotados, desde el ámbito de la subjetividad misma, de presunción de verdad. Por ello, la certeza racional absoluta es de suyo tautológica, ha sido im-puesta ahí por el propio sujeto, en tanto, los objetos de pensamiento del pensar metafísico (Dios, el yo, el mundo, la inmortalidad, etc.), no son susceptibles de demostración o negación propias a través del juicio racional.
Kant
Ya Kant había referido esta imposibilidad en la Crítica de la Razón Pura. Según el filósofo alemán, la razón pura, en su máximo desenvolvimiento, se ve expuesta ante sus propios límites óntico-ontológicos al tratar de aprehender y definir las cosas últimas. Esta auto-limitación d la razón pura, que conlleva siempre a la imposibilidad de un saber cierto y claro respecto a sus objetos trascendentales, la llama Kant “paradojas trascendentales de la Razón pura” . En este orden del pensar, la razón se enfrenta a su propia estructura contradictoria, y re-conoce la imposibilidad, que le es propia ἐκ φύσεως, de aprehender la esencia an sich de sus propios objetos. Allí, expone Kant, las conclusiones a las que arriba la analítica racional son en sí mismas, por su propio modo óntico, paradójicas. Se puede, entonces, afirmar a la vez que:
- Dios existe; Dios no existe
- El alma es inmortal; el alma no es inmortal
- El mundo es eterno; el mundo es finito
Estas afirmaciones no son ya susceptibles, ni de demostración, ni de comprobación, ni de negación racional, por lo tanto, tampoco el sujeto ontopensante puede acceder a certeza alguna en este pensar metafísico, en tanto no hay contacto efectivo con lo “real-metasubjetivo” (“Das Ding an sich”), y el planteamiento del contenido propio de la razón se circunscribe al peculiar modo de ser de la subjetividad ontopensante que aspira a la certeza.
Sin embargo, Kant, a diferencia de Wittgenstein, continúa siendo de un modo peculiar un pensador “metafísico”, en tanto que, como diría Nietzsche, vuelve a “colar la “metafísica” a la casa por el traspatio” de la Ética . De hecho, el fundamento de la certeza lo encuentra Kant en las consecuencias que necesariamente de derivan de la consciencia de la libertad inteligible. A partir de la consciencia del ser libre, el hombre aprehende, según Kant, la necesidad de la existencia de Dios, la necesidad de la inmortalidad del alma, y la necesidad de la finitud del mundo. Ello, porque todo ente en esencia libre, descubre en la consciencia misma de su libertad la necesidad intrínseca -y en esto “intrínseco” se da su certeza- de a existencia del Bien absoluto y de su tendencia infinita a la auto-realización –siempre imposible del todo- en ese Bien absoluto. A partir de ello, concluye Kant con toda certeza -en un acto de síntesis metafísico-racional a partir del supuesto de que Dios y la inmortalidad son ya en cada caso la respuesta y el presupuesto a la condición propia del ser libre del hombre y su sentido moral del bien-, que Dios existe y que el alma es inmortal, porque “no puede no existir el Bien absoluto” que se presenta en la consciencia de la libertad, y no puede no existir la santificación (unidad con Dios) como horizonte ontológico del hombre –nunca plenificado- al cual tiende infinitamente sin alcanzarlo nunca del todo, porque sus propias categorías a priori, como pre-condiciones óntico-ontológicas, se lo impiden.
La “incertidumbre de la razón”
Si se parte del hecho de que el pensamiento, aún en su forma más radicalmente conceptual, no deja de ser representación, ello es “imago mundi”, podemos entonces referirnos a un fenómeno que llamamos “principio de incertidumbre de la razón”, el cual consiste en el hecho de que el grado máximo de ilusión ontológica en el pensar, en lo que refiere a la certeza, se alcanza precisamente bajo la forma de apariencia máxima de realidad. Para aprehender conceptualmente esta diferencia, de qué sea lo real y de qué sea lo ilusorio, no sólo en su formulación sino en su onticidad misma, se precisa que el sujeto ontopensante pueda colocarse fuera de sí mismo como un “otro” pensándose a sí mismo, lo cual resulta naturalmente imposible por la condición de historicidad propia de la subjetividad. El intento más encumbrado y esencial de esta suerte de acrobacia ontológico-epistemológica, lo lleva a cabo Hegel en la Fenomenología del Espíritu, la cual, paradójicamente en apariencias, culmina con una síntesis poética, quizás como una forma de “decir” todo aquello que no pudo ser dicho, así como de fundamentar el logos racional dialéctico en la visión ontopoiética del poeta: “Del cáliz de los espíritus brota para Él (el Espíritu Absoluto) su infinitud” .
Por otro lado, todo sistema de pensamiento presupone la existencia de un sistema de categorías previas; y todo sistema de categorías previas presupone la existencia de un horizonte óntico-ontológico de experiencia del “ser ahí”. Por ello, como queda expresado por Heidegger en “Ser y Tiempo”, una comprensión general del ser, así como la certeza misma que esta compresión general conlleva, tiene como condición previa la comprensión general del “ser ahí” como “ser en el mundo” en “estado de abierto”. Una mirada lúcida, sin embargo, al ser de este peculiar ente que es el “ser ahí”, revela de suyo la imposibilidad de acceder a una compresión radical de su modo de ser, a través y desde un abordaje lógico-conceptual. El intento de poner ante los ojos, bajo la forma del concepto y la definición conclusa, el modo de ser más peculiar del “ser ahí”, conduce siempre a la reducción y la alienación del mismo según las categorías demostrativas. Y, dado que, el “ser ahí”, es precisamente el ente ontopensante, su preeminencia óntico-ontológica debe quedar fuera de toda duda.
Así preguntamos: ¿en qué criterios se fundamenta la posible superioridad o inferioridad de determinado sistema de pensamiento con respecto a la posibilidad de aprehender lo esencial del “ser ahí” como “ser en el mundo en estado de abierto para la trascendencia”, y del sentido de los entes en general? En términos de definición conceptual, resulta imposible responder a esta pregunta sin simplemente re-producir, consciente o subrepticiamente, determinados presupuestos y pre-juicios culturales, que otorgan determinada primacía y preeminencia a un cierto modo de pensar y de ex-poner el problema óntico-ontológico por sobre otros, y la esencia “real” del “ser ahí” queda siempre históricamente “más allá”. Sin embargo, el criterio habría que buscarlo en la visión del Logos, no como concepto y fundamento epistemológico de la razón metafísica o del análisis científico-tecnocrático, sino como actividad existenciaria de des-ocultamiento del sentido del ser en el lenguaje esencial, ello es, como ontopoiesis. Y la ontopoiesis, como quizás se evidencia en su formulación misma, responde a la temporalidad propia de ocultamiento y desocultamiento del sentido del Ser en lo intrahistórico, y no a la voluntad de saber racional o de dominio científico-tecnológico del “ser ahí”.
Detengámonos, sin embargo, un poco más, en algunos paradigmas del racionalismo ontoteológico, para intentar aprehender el modo en que, para ellos, se da la certeza del conocimiento adquirido a través del pensar lógico-conceptual.
Descartes
Hablando de sí mismo, intentando auto-definirse como paso previo para acceder a una definición aún más esencial (la definición de Dios), afirma Descartes en la Meditación Tercera “De Dios: que existe”.
Cerraré los ojos ahora, me taparé los oídos, dejaré de hacer uso de los sentidos…procuraré poco a poco conocerme mejor y familiarizarme más conmigo mismo. Soy una cosa que piensa, es decir, que duda, afirma, niega, conoce pocas cosas, ignora otras muchas, ama, odia, quiere, no quiere, y, también, imagina y siente…
Se accede a una primera experiencia del ser propio como “cosa pensante” según diferentes modos. La mirada cartesiana, ya pre-orientada histórico-culturalmente hacia el horizonte de los entes como cosas que hacen frente ante los ojos del suiectum, no puede sino auto-percibirse a sí mismo ante todo como una cosa, ello es, como una presencia antes los ojos a la cual se puede acceder mediante la mirada iluminadora de la razón. La razón ontopensante se aprehende en primer lugar a sí misma, y reduce la totalidad del “ser ahí” a modos propios en que este pensar se hace patente para sí: dudar, afirmar, negar, conocer, ignorar…se presentan, no como modos existenciarios del “ser ahí” que duda y se angustia, o conoce y se abre a la experiencia del sentido de su propio “ser en el mundo en estado de abierto para la trascendencia”, sino como funciones específicas del proceso de pensamiento. “Dudar” es aquí la imposibilidad de definir de manera clara y precisa el objeto que hace frente y se presenta bajo diferentes aspectos, mostrando diferentes caminos; la ignorancia se entiende como la conciencia de la ausencia de un saber, de una determinada “información” gnoseológica. El punto focal de este pensar es el juicio mismo como lugar en que se manifiesta, se ex-pone (se conoce) o se oculta (se ignora) la verdad de un ente. Descartes se conduce en el ámbito de la subjetividad pura, “más allá” de la dimensión empírico-sensible, en tanto se percibe como res cogitans.
La res cogitans se concibe como un espacio cerrado y autónomo, del cual emanan, en el acto de la percepción, las categorías mismas a priori del ser propio de los entes. De ello se deriva naturalmente que es imposible que la fuente de la certeza del conocimiento del que la res cogitans participa, se encuentre en algún ámbito fuera de sí misma, pues, de esta manera, la res cogitans, la subjetividad pura, perdería por completo su autonomía óntico-ontológica.
El problema epistemológico que se plantea para Descartes, es, precisamente, cómo acceder a esta certeza, o mejor, sobre qué fundamento, en sí mismo ya cierto, fundar esta certeza. Lo anterior adquiere mayor importancia, una vez que se percibe que, fuera del ámbito del sujeto ontopensante, hace frente una dimensión no-subjetiva que no permite ser reducida a las categorías puras a priori de la razón: ello es, el espacio puro como extensio. En el pensamiento cartesiano, la res cogitans y la res extensa (el espacio puro) no se tocan nunca. Esta separación interna radical se explica sobre la base de la auto-afirmación absoluta de la auto-consciencia ontopensante del sujeto moderno, que se descubre a sí mismo en sí radicalmente distinto de la naturaleza no pensante de la res extensa. De hecho, sobre la base de esta auto-afirmación como subjetividad pura, se edifican el sentido moderno de autonomía individual y de emancipación de la razón crítica (propio de la Ilustración) frente a las pre-determinaciones de la teología dogmatizante.
Siendo, pues, imposible para Descartes inferir la certeza de conocimiento a partir del mundo exterior, en tanto la totalidad categorial interior de la res cogitans es independiente, a priori, de aquel, Descartes continúa buscando la forma de fundar, sobre terreno cierto, ello es confiable y legítimo, la certeza del saber que se le da en la inmediata intuición de sí mismo como “cosa que piensa”, y parece comenzar a encontrarla precisamente en la consciencia misma de su condición de ente pensante, sin que ello llegue a constituir aún, sin embargo, un principio absoluto de certeza. Hay algo que “cae” con toda claridad ante los ojos del pensar puro: si hay pensamiento, hay un sujeto que piensa, ello es, una res cogitans:
Estoy seguro de que soy una cosa que piensa; pero, ¿no sé también cuáles son los requisitos precisos para estar cierto de algo?
De la experiencia inmediata del ser pensante como principio de la propia certeza, pasa Descartes a un lugar más seguro, y, por ello, más racionalmente mediato, en pos de la certeza definitiva e inamovible. Este lugar es el juicio como espacio de manifestación lógico-conceptual de la verdad del ente como “ante los ojos”:
Desde luego, en este mi primer conocimiento no hay nada que me asegure su verdad, si no es la percepción clara y distinta de lo que digo…, por lo cual me parece que puedo establecer una regla general: que todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente, son verdaderas.
En el juicio en que se percibe la cosa de manera clara y distinta, ello es, de acuerdo a su más propio y peculiar modo de ser, como “ante los ojos”, con consciencia de sus límites y sus atributos, y como idea pura, en este juicio interior, la certeza es ya, para la res cogitans, un hecho dado que no precisa de agente externo para verificarse. Por ello, la subjetividad pura con sus categorías a priori constituye, en Descartes, el principio absoluto sobre el cual fundar la certeza del conocimiento racional y la autoridad para la concepción de un método científico de conocimiento, que expone posteriormente en su “Reglas para la Conducción del espíritu” y su “Discurso del Método”.
De hecho, no sólo la certeza del conocimiento general se funda en el juicio racional puro, sino, en especial, la certeza fundamental del conocimiento de la propia existencia de la res cogitans:
Si dudo, pienso, y si pienso, existo. Cogito, ergo sum.
Lo realmente determinante aquí, no es la exigencia epistemológica de “claridad” y “precisión” que hace Descartes al conocimiento, para que podamos decir de él que es cierto, sino que se trate de aquellas cosas “que concebimos”, ello es, que pueden ser representadas como imago ante los ojos, de formulaciones ideo-conceptuales, cuya condición fundamental es que se perciban sus límites como objeto del pensar, porque de ello se trata cuando hablamos de “definir”. Por ello, de alguna manera, esta estrategia epistemológica exige a priori pensar al sujeto, y al propio Dios como objeto de pensamiento “claro” y “preciso”, en condición de entidades contingentes, en el sentido de que pueden ser concebidas y aprehendidas dentro de los marcos de la razón ideo-conceptual, mostrado en la temporalidad del juicio sus fronteras, sus límites óntico-ontológicos y sus atributos esenciales. Aquí radica el fundamento del pensar ontoteológico, de orientación catafática, de-mostrativa, y, en última instancia, positivista .
El sujeto, según Descartes, sabe de sí que es una cosa que piensa. Pero no queda claro aún qué es ser cosa en cuanto tal, cuál es la naturaleza de esta cosa que piensa; porque, si esa tal cosa piensa, entonces el pensar es una función o un atributo de la misma, no propiamente su esencia. Ya anteriormente Descartes había fundado la certeza de su “ser siendo” en el juicio conceptual claro y preciso sobre sí: “Veo claramente que dudo ahora mismo…si dudo, pienso; si pienso, existo” . Sin embargo, ¿es posible para el sujeto cogitante fundar sobre el juicio una certeza tan radical como la certeza del propio existir, si no fuese sobre el fundamento totalmente “a priori” e impensada –no en el sentido epistemológico, sino ontológico-, de la experiencia primera de su “ser ahí”, ello es, de su propio “ser ya en cada caso siendo en el mundo como estado de abierto”? Descartes quiere demostrar su propia existencia, y la existencia en general como presencia, tomando como fundamento el pensamiento y el juicio, no la intuición inmediata del “ser en el mundo” del sujeto. Lejos de partir de la experiencia del ser “ahí” como aperturalidad intrahistórica, en la dialéctica de la intersubjetividad, Descartes niega metodológicamente la “mundanidad” y la intersubjetividad misma del “ser ahí” como intrahistoricidad, y afirma la condición abstracta del alma aislada del mundo, desconectada de los sentidos físicos, y asentada sobre sí misma como ente a-histórico y supra-temporal, como substantia cogitans . De hecho, Descartes señala “el mundo” como una de las cosas que pueden ponerse en duda total (cfr. Meditación Primera); sin embargo, no procede de igual manera frente al pensamiento. Lo que, en realidad, espontáneamente impide a Descartes dudar de la certeza de su duda, y en un ciclo de “afirmación/negación” infinito, no es tanto la aparición clara y precisa del yo cogitante –que ya subrepticiamente había hecho frente a sí mismo en la inmediata intuición de “ser en el mundo”- , sino los límites del propio horizonte histórico-epistemológico dentro del cual se realiza, historizándose, el proceso de auto-desocultamiento del sentido del Ser en el pensar cartesiano; auto-desocultamiento del Ser que se oculta una vez más tras las categorías históricas de este pensar, pero que, indudablemente, deja su huella en el filosofar profundamente motivado por la voluntad de saber y de sentido. El ejercicio del pensar es, en sí mismo, necesariamente histórico.
Del mismo, al proceder a demostrar la existencia de Dios, Descartes parte de la certeza que le brindar el hecho de tener en su juicio la idea clara y precisa de un Dios que es
Sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, por la cual yo mismo y todas las cosas que existen (si existen algunas) han sido creadas y producidas .
Habiendo concebido el sujeto (Descartes), sustancia finita, la idea de una sustancia infinita (Dios), queda entonces demostrada la existencia necesaria de dicha sustancia finita:
Y no debo imaginar que no concibo el infinito por medio de una verdadera idea…tengo en mí mismo la noción de lo infinito antes que la de lo finito .
Descartes no percibe que, el concebir la idea de un ente, aún un ente infinito como Dios, no es en sí suficiente para de-mostrar, de manera general y como principio absoluto, la existencia de ese ente. La certeza del ser de Dios se funda en la propia auto-mostración de Dios como auto-desocultamiento, en el orden de la experiencia, que puede ser abordada desde el juicio, pero no en el orden del juicio en sí como espacio autónomo de manifestación ideo-conceptual de la verdad del Ser. Descartes pierde de vista lo histórico en su juicio metafísico, y funda con ello un pensar alienado que se auto-gestiona sus propios principios de certeza, y los promueve a la condición de categorías “a priori”, más allá de la dinámica real del ser histórico del “ser ahí”. El descubrimiento de la orientación histórico-temporal del ser del “ser ahí”, ya en el pensamiento de Hegel, pero, en especial, en la filosofía crítica de Marx, Nietzsche y Freud, dan al traste con el edificio cartesiano, y, de esta manera, con el “espiritualismo” neoplatónico que aún dominaba la escena filosófico-religiosa de Occidente.
SOBRE LA ONTOPOIESIS II
Para vivir con autenticidad, el ser ahí debe reconciliarse con la soledad. La mirada del otro nunca es completamente libre de interpretaciones alienantes, y es imprescindible trascenderla, existir más allá de su capacidad petrificadora, para llegar a ser lo que ya se es. Habitantes de este mundo interpretado, difícil resulta ser algo más que un “ser ya-sido” desde afuera; ardua tarea para el hombre la de mirar por encima de sí mismo, cuando “uno mismo” no es otra cosa que una multiplicidad de espejos que reproducen sombras. Es la lucha entre Ulises y Medusa. Entre la mirada que busca el sentido del ser, y la mirada que oculta, aliena y petrifica.
En medio de esa espesa madeja de símbolos polifónicos, de signos que orientan a todas partes y a ningún lugar, se oculta el No-lugar que todo lo llena, que se presenta como destinación y sentido, y se ausenta en cuanto dirigimos la mirada: centro luminoso de infinita gravedad existenciaria que nos constituye siempre, y siempre nos abandona en su inaprehensible lejanía ontológica.
Existir es ya en sí mismo un acto paradójico, extraño a la lógica formal, a la metafísica y a las ciencias positivas, es un fenómeno esencialmente poético. Por ello nos dice el poeta que “gedichtlich wohnet der Mensch auf der Erde…” (Hörderlin). En extraña y necesaria co-habitación con el mundo de las cosas, en movimiento transformacional y en estado de abierto a la dimensión en que el sentido del Ser “clarea” y despierta la conciencia de la totalidad infinita y de lo “propio” personal esencialmente vinculado a esa infinitud: en ese orden fenoménico se produce el existir.
Este espacio en que conviven en in-finita interrelación el mundo de las cosas y el mundo del ser sí mismo auto-conciencia espiritual, constituye la condición propia en que se determina el hombre como apertura y trascendencia. Este espacio se origina en el “apropiarse” mismo del hombre como ser persona, y “ahí” se hace experienciable para el hombre la mismidad de este ser sí mismo que lo caracteriza. En este sentido, existir es estar “fuera de sí” en la interrelación del mundo de las cosas y el ser sí mismo espiritual, asentado sobre el estado óntico que en este caso le es más propio: la soledad. Pero esta soledad no guarda aún relación alguna con el fenómeno psico-emocional del “estar solo”, o del “sentirse-solo”; por el contrario, en ella se gesta y germina la dimensión abierta y comunicacional, inter-subjetiva y societal del hombre: en esta raigal soledad se realiza la paradoja, ya referida por Hegel en la “Fenomenología del Espíritu”, de que la esencia del “yo”, como auto-referencia individual, es el “nosotros” como referencia trans-individual e inter-subjetiva.
Esta salida, sin embargo, a la intersubjetividad no garantiza en lo absoluto la permanencia del “ser ahí” en la unidad de experiencia y percepción con lo esencial de sí como “soledad en el clarear del sentido del Ser”, sino que, por el contrario, suele suceder que el “sentido” que se expone en el clarear fundamental queda en el olvido, en la medida en que el “ser ahí” se articula en la inter-subjetividad como figura social. Cuando ello sucede, la soledad primaria, ontológica, se convierte en experiencia de estar sólo en el propio entramado de la intersubjetividad, y se presenta como estado psicológico-emocional produciendo la experiencia de la no-pertenencia, del desarraigo y del descentramiento óntico-existenciario. Ello, sin embargo, es posible sólo porque el “ser ahí” es ya en cada caso soledad, apertura intersubjetiva y trascendencia (ser espiritual más allá de la cosas).
Existir es también auto-interpretarse, y existir como intersubjetividad en la intersubjetividad es ser interpretado por el otro, y ser como auto-interpretación mediada por la interpretación del otro. Por ello, la mirada y la palabra del otro cobra esencial importancia, no sólo para la autoconsciencia existenciaria del “ser ahí”, sino incluso para la auto-interpretación axiológica del “ser ahí”. En este entramado de interpretaciones y palabras inauténticas, puede el ser ahí perder, olvidar, su condición fundamental y quedar sujeto de los paradigmas antropológicos, así como del “imaginario” religioso dominante en esa determinada coyuntura histórico-cultural. De hecho, es imposible para el “ser ahÍ” no car en lo absoluto en esa alienación propia del ser cultural, porque sólo cayendo como ser cultural en el olvido del ser que se le presenta en ese determinado horizonte histórico, puede el ser ahí retornar a sí mismo como imagen del Sentido. Por ello, la tarea fundamental del ser ahí en la historia es precisamente “re-cuperarse”. Pero, es imposible re-cuperarse, si no en el ámbito de la presencia del sentido del Ser que clarea en el ente anunciando y manifestando su sentido propio, ello es, lo propio de su condición óntico-ontológica. Re-cuperarse es así permitir que el ser mismo hable y pre-sente el modo propio del ser del “ser ahí” como sentido. Este “permitir hablar” es para el “ser ahí” un esencial “escuchar”. Pero escuchar presupone una voz que hace frente no sólo como sonido, sino esencialmente como sentido; una voz que interpreta, ya no como hermenéutica trans-subjetiva, sino como un otorgamiento ontológico que define y afirma el ser propio del ente. La voz que propiamente puede hacer esto, es la voz del Logos. Y en este escuchar al “ser ahí” le es dado orientarse por y hacia el sentido del Ser, re-descubriendo la totalidad de los fenómenos como p0osibilidad hierofánica, en su dimensión simbólico-alegórica, y no sólo como “realidad empírico-objetiva”, o como “ilusión subjetiva”, o como “objeto de estudio” (“ser ante los ojos”) u objeto de la voluntad de dominación científico-tecnológica (“ser a la mano”).
De esta manera, sobre la raíz fenoménica de la necesidad propia del “ser ahí” de recuperarse en lo histórico, se derivan dos modos fundamentales de onto-poiesis, ello es, de creación poética que expone en lo histórico el sentido de Ser como orientación del “ser ahí” hacia el des-olvido de sí mismo. Estos dos modos fundamentales no se refieren en lo absoluto a las “temáticas” poéticas específicas, sino a la dimensión ontológico-existenciaria que todas tienen en común. Se trata de dos momentos que en realidad constituyen dos formas de intrahistorizarse el sentido del ser a través de la apropiación propia de lo poético, cuya fundamental diferencia está en el hecho de que, en el primero de ellos, el poeta es vehículo del ocultamiento y la pérdida del sentido del “se ahí”, que continúa “cadente” en el laberinto complejo del mundo pre-interpretado y en la consecuente negación de su auto-experiencia fundamental. Este momento lo denominamos aquí “momento apofático-anatréptico” de la poesía del ser (de la poesía epifánica).
El origen de la palabra poética es aquí la experiencia del olvido del ser y de la soledad, que se presenta como catástrofe existenciaria, como extravío del sentido y des-orientación. La palabra hierofánica se presenta en su momento negativo en la medida en que el decir poético manifiesta, no el sentido sino la ausencia del sentido, no la recuperación de la imagen sino la angustia de la contradicción entre “ser a imagen del sentido” y “ser en el mundo interpretado”. Por ello afirma el poeta que “cualquier palabra que tú hables – la debes al destrozo” . (Ver mito de la Caverna de Platón: el “resplandor” negativo de la luz se manifiesta en las sombras, que, sin bien no son la luz misma ni su más plena exposición, son también resultado de la luz y la manifiestan “negativamente”. La sombra es “alegoría” de la luz, como la poesía anatréptico-apofática es “alegoría” del sentido del ser.
Charles Baudelaire, Paul Celán:
Pero el poeta es siervo, no señor, de su destino. La palabra-cadáver (P. Celán) procura por él y a través de él convertirse en palabra-camino para llegar a ser palabra-vida. La palabra-cadáver fuera de su cielo de significación no es sino expectativa de sentido, convocación y lamento, hierofanía negativa, es el momento negativo, apofático-anatréptico del decir, y sólo una vez que se sumerge en el Logos Dador de Vida resucita, porque está muerta mientras su estructura de sentido permanece en la λήθη (olvido) del ser y muestra sólo el acontecer efímero de nuestro ser cultural e histórico, pero se vivifica cuando a través del Logos encarna en sí o mejor devela a través de sí lo esencial y permanente, indecible e irrepresentable, de nuestro ser cultual e histórico –nuestra destinación-, cuando se libera de la maldición de la fruta del bien y del mal y olvida el juicio axiológico o la aserción pragmático-cognitiva para emerger como espacio de sentido y pro-vocar la verdad. La “ironía trágica” aquí manifiesta representa ya este sentir de estar frente a lo Otro, el Otro-Nadie para un decir que aún no dice lo que está con-vocado a decir –pero que no puede dejar de predecirlo-, porque la experiencia del no-ser y de la muerte, la experiencia del mal, lo han cerrado momentáneamente a lo Sacro.
CON LAS CALLES CIEGAS hablar
de lo enfrente,
de su
expatriada
significación —:
mascar
este pan, con
dientes de escribir.( en “Parte de Nieve”, 1971)
Pero el poeta busca siempre el decir esencial de la palabra, la huella primigenia del origen encubierto, pero no deshecho, el camino que conduce a la imagen descendiendo hacia el vórtice del ascenso vertical del sentido (Aufriss), recorriendo el camino de la de-semejanza para restaurar la semejanza, orientándose hacia el sentido que oculto convoca, que en silencio habla al corazón, y se torna hacia él aunque aún al mirarlo lo ensombrezca, y al nombrarlo, lo silencie:
“Una palabra — tú sabes:
un cadáver.
Vamos a lavarla,
vamos a peinarla,
vamos a volver su ojo
hacia el cielo.” (“Nocturnamente enfaldados”).
Siempre en camino de la resurrección.
Por ello, en este crear poético, se produce un oscilar entre la pura experiencia de pérdida y entre el encuentro/desencuentro con el Sentido que se allega para ocultarse nuevamente y dejar sólo su huella y la consciencia de su olvido, que es también, paradójica, “noticia” de su velada presencia.
Así, dice Rilke en su Primera Elegía:
Y ya los animales con la sagacidad del instinto se percatan de cuán inseguros y vacilantes son nuestros pasos a través del mundo interpretado…Voces, voces. Escucha, mi corazón, como alguna vez tan sólo los santos escucharon, la llamada gigante que los levantaba de la tierra…escucha al menos el soplo de una onda, el mensaje ininterrumpido que se forma del silencio.
Por su parte, como para eliminar cualquier duda respecto a la intencionalidad trascendental de la mirada de este poetizar, la poetiza D. M. Loynaz expresa en “Agua Ciega”:
Voy –río negro- en cruces, en ángulos, en yo no sé qué retorcimientos de agonía, hacia ti, mar mío, mar ensoñado en la punta quimérica y fatal de nuestra distancia.
Pero, inevitablemente, aunque ya aquí ha comenzado la ascensión del “ser ahí” hacia la experiencia del sentido del ser, el momento predominante, en cuanto “negativo”, en este poetizar, es el de la angustia y la pérdida de la orientación, la imposibilidad de ver con propiedad y de aprehender la verdad de los entes, y, sobre todo, la imposibilidad del ser ahí de aprehender la verdad sobre sí mismo. Naturalmente, el “ser ahí” se auto-interpreta en cada caso ya bajo la forma de la vocación, pero este “vocare”, que es siempre también “con-vocare”, es aún oscuro, confuso y, aparentemente, incapaz de conducir a algún lugar de manifestación de sentido. Por ello, la condición propia del ser como destinación se experimenta como sin-sentido, horizonte en que nada del auténtico ser de los entes es capaz de hacer frente, carente de toda apertura hacia el sí mismo como “claro” de emergencia del Logos. La ausencia de la luz del Logos se “presenta”, naturalmente, como oscuridad, la destinación del “ser ahí” como “sombra”, y la realización del ser propio en ese espacio de sombría oscuridad, no es otra cosa que la negación pura de sí, o la muerte. Por ello dice el poeta:
Though you might hear laughin', spinnin', swingin' madly across the sun,
It's not aimed at anyone, it's just escapin' on the run
And but for the sky there are no fences facin'.
And if you hear vague traces of skippin' reels of rhyme
To your tambourine in time, it's just a ragged clown behind,
I wouldn't pay it any mind, it's just a shadow you're
Seein' that he's chasing.
El otro modo poético al que nos referimos lo denominamos “apofático-numinoso”. En sus marcos localizamos dos sub-modalidades de lo ontopoiético que constituyen momentos esenciales: la poesía mística y la poesía litúrgico-doxológica.
(Hacer hermenéutica del texto litúrgico como poesía hierofánica ritual. La posibilidad ontopoiética y hierofánica del texto ritual se origina en la intensidad del encuentro con lo siempre Otro, no en el desencuentro, en la apertura frente a lo Sacro, no en la clausura. El decir ritual no se tiene a sí mismo como fin en sí mismo, sino que se auto-trasciende mostrando más allá de sí el principio de su ser, al que “ofrece y es ofrecido, al que acepta y es distribuido” . Más allá de la obediencia al juzgar axiológico o al de-mostrar pragmático-cognitivo, la palabra ritual se libera incluso de sí misma para conducir al Logos encarnado y resucitado, para pasar del decir al experimentar, del aprehender al ser aprehendido, del acto hermenéutico a la unidad de sentido. Por ello ya no se presenta como lamento ni como convocación existencial, sino como eucaristía y doxología. En este sentido, la palabra es profundamente originaria y esencial, pero al mismo tiempo tiende al olvido de sí misma para dar lugar a su propio fundamento de sentido. La mediación cede dócilmente a la expresión de lo originario. “Dei oútos auxanesthai kai egw elatósthai”, expresó Juan el Bautista, frente al Logos encarnado.
Pero la palabra ritual adquiere también otro sentido profundo: encarna en el cronotopos de lo histórico la temporalidad mística de un acontecer suprahistórico, sustentado en el ser mismo del Ser y coligado con la intrahistoricidad del Logos. En la formulación ritual opera la realidad divina impactando el ser esencial de la historia asumida por la encarnación del Sentido: la formulación no es la causa de la operación, no se trata de un ejercicio mágico, sino que en ella el lenguaje reaparece en su sentido adámico primigenio manifestando unificadamente con el Verbo divino la operación de Dios en el seno de lo histórico y la esencial armonía de lo histórico con lo trascendente
“Kai pioihson ton men arton touton timion Swma tou Xristou sou. Amen. Kai to de en tw potiriw toutw timion Aima tou Xristou sou. Amen. Metabalwn tw pneumati sou tw agiw. Amen. Amen. Amen.”
La certeza del acontecer místico-consagrativo no se fundamenta en el “poder” per se de la palabra, porque ya aquí el poder de la palabra se asienta claramente en aquello que se deja pseudosignificar a través de ella; la certeza del acontecer, y el “poder” de este decir que señala y muestra lo que acontece, está en la unidad de la palabra humana con el Logos, con el “decir” divino, restaurado a través de la encarnación del Sentido, en la palabra adámica que nombra los entes de la Creación con el sentido propio de Dios, no como resultado de su propia hermenéutica “separada” (Gen. ).
La certeza del acontecer místico-soteriológico se fundamenta aquí en la operación del Espíritu de la verdad en la palabra humana, en la palabra ritual restaurada, liberada de banalidades y esfuerzos significantes carentes de sentido, y plenificada en la “gracia”, ello es en la presencia ontológicamente totalizadora del Sentido. Estamos en presencia del decir auténtico par excelence. La certeza del acontecer proviene así del compromiso divino pre-anunciado a través de la palabra profética pre-diciente, y de la encarnación del Logos de Dios como aprehensión total de la historia y de la humanidad, restaurando en la palabra expectante de sentido la posibilidad, no sólo de una hierofanía apofático-anatréptica ya con anterioridad concedida y garantizada en el decir poiético, sino de una armonía esencial con lo divino que la eleva hasta la apertura fundamental en el decir realizado de su destinación: la Verdad habla en ella y le concede la posibilidad de anunciar con certeza el καιρός de su operación. La divinidad es fiel al decir humano de la palabra adámica como consecuencia de que lo humano y lo divino se han unido “sin mezcla ni indistinción” en la persona del Logos encarnado de Dios: en el ser histórico de Jesús como “theánthropos” (θεάνθρωπος).
Padre Atanasios Yanes-Fernández
Rafina, Atica
Grecia
10 de junio de 2011.
"Entre Cielo y Tierra"
Was der Alten Gesang von Kindern Gottes geweissagt,
Siehe! wir sind es, wir; Frucht von Hesperien ists!
Wunderbar und genau ists als an Menschen erfüllet,
Glaube, wer es geprüft! aber so vieles geschieht,
Keines wirket, denn wir sind herzlos, Schatten, bis unser
Vater Aether erkannt jeden und allen gehört.
Aber indessen kommt als Fakelschwinger des Höchsten
Sohn, der Syrier, unter die Schatten herab.
Seelige Weise sehns; ein Lächeln aus der gefangnen
Seele leuchtet, dem Licht thauet ihr Auge noch auf.
Sanfter träumet und schläft in Armen der Erde der Titan,
Selbst der neidische, selbst Cerberus trinket und schläft.
Hölderlin, Brot und Wein
("Lo que el canto de los antepasados predijo de los hijos del Dios,
¡Mira! Nosotros somos, nosotros; ¡es fruto de las Hespérides!
Maravillosa y exactamente se ha cumplido en los hombres,
¡Crea el que lo haya comprobado! Pero tantas cosas suceden,
Ninguna produce efecto, pues somos sin corazón, sombras, hasta que nuestro
Padre Éter haya sido reconocido por cada uno de nosotros y escuchado por todos.
Pero entre tanto viene blandiendo la antorcha del Altísimo
El Hijo, el Sirio, que desciende a las sombras.
Los bienaventurados lo ven; una sonrisa brilla desde la encarcelada
Alma, su ojo se abre todavía a la luz.
Serenamente sueña y duerme en los brazos de la tierra el Titán,
Aún el envidioso, aún Cerbero bebe y duerme.")
Este blog se concibe con el fin de promover un espacio de diálogo y encuentro, más allá, y con independencia, de opciones ideológicas, religiosas o políticas, siempre que éstas no se dirigan expresamente a la destrucción, la de-valuación sistemática o la indignificación de la persona humana.
El objetivo es manifestar, crítica y/o apologéticamente, criterios, ideas, utopías y proyectos en torno a la condición existenciaria propia del ser humano, y de todo el orden temático que de ello deriva, el cual, naturalmente, abarca todo el horizonte de la vida, la acción y el pensar humanos.
Desde la reflexión científica, la indagación filosófica, la proposición teológica, la postura política e ideológica, hasta la más espontánea expresión de la propia experiencia de "ser en el mundo"...toda esta riqueza intrínseca a la dimensión ontológica de la persona humana, constituye un contenido potencial de este blog.
El pensar: crítico y libre.
El criterio: respetuoso y personal.
La verdad: un espacio de experiencia y un camino entre "cielo y tierra", porque entre el origen (que es destino) y el destino (que es origen) habita el hombre, expuesto a sí mismo como duda, como contradicción, como terrenalidad y trascendencia. Se trata de dos dimensiones que constituyen una esencia; dos momentos que se manifiestan, sin embargo, en una prístina unidad. Sólo desde esta dimensión "entre cielo y tierra", consciente de sí a través de la mirada de Dios, puede el hombre comprender, en auténtica profundidad y sentido, su propia existencia.
Siehe! wir sind es, wir; Frucht von Hesperien ists!
Wunderbar und genau ists als an Menschen erfüllet,
Glaube, wer es geprüft! aber so vieles geschieht,
Keines wirket, denn wir sind herzlos, Schatten, bis unser
Vater Aether erkannt jeden und allen gehört.
Aber indessen kommt als Fakelschwinger des Höchsten
Sohn, der Syrier, unter die Schatten herab.
Seelige Weise sehns; ein Lächeln aus der gefangnen
Seele leuchtet, dem Licht thauet ihr Auge noch auf.
Sanfter träumet und schläft in Armen der Erde der Titan,
Selbst der neidische, selbst Cerberus trinket und schläft.
Hölderlin, Brot und Wein
("Lo que el canto de los antepasados predijo de los hijos del Dios,
¡Mira! Nosotros somos, nosotros; ¡es fruto de las Hespérides!
Maravillosa y exactamente se ha cumplido en los hombres,
¡Crea el que lo haya comprobado! Pero tantas cosas suceden,
Ninguna produce efecto, pues somos sin corazón, sombras, hasta que nuestro
Padre Éter haya sido reconocido por cada uno de nosotros y escuchado por todos.
Pero entre tanto viene blandiendo la antorcha del Altísimo
El Hijo, el Sirio, que desciende a las sombras.
Los bienaventurados lo ven; una sonrisa brilla desde la encarcelada
Alma, su ojo se abre todavía a la luz.
Serenamente sueña y duerme en los brazos de la tierra el Titán,
Aún el envidioso, aún Cerbero bebe y duerme.")
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La verdad: un espacio de experiencia y un camino entre "cielo y tierra", porque entre el origen (que es destino) y el destino (que es origen) habita el hombre, expuesto a sí mismo como duda, como contradicción, como terrenalidad y trascendencia. Se trata de dos dimensiones que constituyen una esencia; dos momentos que se manifiestan, sin embargo, en una prístina unidad. Sólo desde esta dimensión "entre cielo y tierra", consciente de sí a través de la mirada de Dios, puede el hombre comprender, en auténtica profundidad y sentido, su propia existencia.
viernes, 10 de junio de 2011
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